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Los chicos miran el suelo. Buscan indicios de la abuela, ¿a dónde se ha ido?

—¿Asómate en el pozo, que tal si resbalo por ahí?

—No seas boba como va a resbalar si es muy lista.

—Pero ya está viejita.

La Nena agacha la cabeza en señal de tristeza y respeto.

—Nena, mira esa soga que va hacia abajo. ¡Ginitoooooo! ¡Abuelitaaaa! Regresa, no nos dejes. ¡Vuelveeee!

—Jala la soga.

—¡No! ¿Cómo crees?

Su mente infantil resume la felicidad a un simple juego de adivinanza. Perseguir el rastro y olor de las flores en el piso. Hojas, pétalos o botones, aparecen sobre el polvoriento camino, seguro que la diminuta figura de uno sesenta centímetros han enfilado sus pasos rumbo a la vendimia.

Los chicos con semblante triste, deben retornar a casa.

Camino limpio, montar la guardia en el pirú.

—¿Hermano, vez algo?

—¡Hermanoooooooooo!

—Nada, no veo nada.

—¡Ah! Bueno, entonces échame un capulín, en lo que vuelve la abuela.

—¡Cáchalo!

—¡Ay! Me pegaste tonto.

—¡Niño! bájate de ahí que te vas a romper la crisma. Vengan hijitos, les traje comida y unas cosas para mamita, que mucha falta le hacen a mi pobre hija que tanto trajina y batalla con ese borracho que tienen como padre.

Dueña de un mágico poder para transformar

Buchito y La Nena, extienden los brazos para abrazar a la abuela, ese metro con uno sesenta de estatura, piel blanca casi transparente, facciones españoladas.

Es dueña de un mágico poder para transformar cara y ánimo de los niños.

Ginito, cómo acostumbraban llamarla ellos. Ginito diminutivo de Genoveva, fue la hija procreada fuera
de matrimonio, de un hacendado que no pudo tener descendencia con su esposa.

A Ginito no le fue muy bien con la elección de su marido, el pobre nomás no conseguía trabajo.

Un día su padre la mando buscar con un propio, para ofrecerle trabajo en su casa, a ella y a su esposo.

El esposo ajeno a la historia entre Ginito y su padre, temeroso de que le robaran a la bella Ginito, una noche sorpresiva le ordenó tomar sus pertenencias y se la llevó lo más lejos que pudo de Coatepec de Harinas, haciendo imposible que el padre de Ginito, pudiera volver a tener noticias de ella.

La hermosa Ginito, dio a luz a su primogénito a quien nombraron Trinidad, este hombre encontró la muerte muy joven.

Víctima de mal de amores, alcohol y remordimiento por haber propinado golpizas brutales al único amor de su vida, la “Conchita”, quien su único pecado fue que la madre naturaleza le hubiese negado el derecho de ser madre.

La segunda en ver la luz en este mundo, después de su hermano Trinidad, fue Julita, que de alguna manera volvía a repetir la historia de vida de Ginito.

Julita poseedora de una cabellera espesa de la que sobresalían dos trenzas que le sobrepasaban la cintura, dueña de la sonrisa más dulce y tierna.

Ella era la fiel estampa de la Adelita, siempre fiel soldadera
de su marido Agustín.

Julita muy joven unió su vida a la del hijo del doctor del pueblo, pero eso de ninguna manera le aseguraba una buena vida.

Agustín, un joven apuesto, con un increíble gusto por el trago, la única gracia que tenía era tocar la armónica, alimentar a las aves, hablar el idioma de ellas y cazarlas para venderlas en el mercado negro.

La naturaleza e inteligencia de Julita, cayeron como anillo al dedo a su suegro, quien la instruyó en los menesteres medicinales naturistas a grado a tal, que durante las largas temporadas que él cruzaba montes para curar enfermos en las comunidades lejanas, ella se hacía cargo de atender curaciones menores en el consultorio familiar.

Los pacientes agradecidos pagaban con: gallinas, plantas, telas o huevos, así que cuando el suegro volvía a casa, llegaba con las mulas bien cargadas y muchas monedas de oro que hacía entrega a Julita para que las escondiera en una especie de tapanco de la casa de adobe.

Julita, caracterizada por su honestidad, jamás traiciono la confianza que su suegro había depositado en ella. A grado tal que, ni marido ni suegra supieron que, cuando éste murió, vendían la casa con un tapanco repleto de ollas de barro que contenían monedas de oro, del que ella fue incapaz de tomar siquiera la más pequeña moneda para sus hijos.

Entre Ginito, madre de Julita, y Julita, y las subsecuentes generaciones de féminas estaban marcadas por una especie de cadena muy pesada que tendía a repetirse, una y otra y otra vez.

Elegían hombre equivocado, no había una segueta o pinza con suficiente poder para romper esa cadena fallida de elección de compañero de vida, siempre, invariablemente, había cosas que tendían a repetirse y justo es ahí donde mi vida se relaciona con la de Ginito y Julita: tampoco supe elegir al compañero de vida, ya fuese físico matemático, juez, o un simple mortal.

¡Oh, sorpresa! al fin había dado con el secreto, éste consistía en parar, bajar el ritmo, quererse una misma, quedarse quieta, aunque se leyera egoísta.

Esa soga fue construida con hebras de la trenza de Ginito

Sólo basto preguntarme ¿Qué me hacía feliz? La respuesta fue contundente “seguir los sueños”.

Pero no fue fácil, nada fácil, para eso había que conocer y bajar al mismísimo infierno, al infierno de la violencia, al de la mala querencia, para saber que no era ese el lugar donde se quiere estar, miré hacia arriba del pozo.

—¡Hey! chamacos aquí estoy, no la toquen, la soga que Ginito dejo en el pozo, es para mí.

Esa soga fue construida con hebras de la trenza de Ginito, con tesón y abnegación de la pobre Julita, con sumisión y fe de mi madre, con cicatrices y golpes de mi padre a mi madre, de esa soga tuve que asirme, para ir subiendo poco a poco. Avanzar treinta centímetros y descender cincuenta, tomar el extremo y seguir intentando, subir poco a poco, intentar eliminar esa sensación en el estómago, ese sentir pensar que tu corazón quiere llorar, esa desesperación por correr, ese desánimo, ahí estaban todas las voces alentándome desde el fondo del pozo.

«No desistas» decían mientras asomaban de manera intermitente sus rostros en el pozo: Ginito, Julita, Conchita, Graciela y no sé cuántas generaciones más.

Ahí seguían Buchito y La Nena mirándome con sus ojos pequeñitos, ojos almendra, esperando en el pozo para darme la mano y salir… Ahí te vi Ginito, asomándote en el pozo, y sé que las flores que dejaste en el camino no sólo eran para Buchito y La Nena, eran para todas tus generaciones futuras abuelita. También sé que el abuelo Agustín al morir se transformó en ave y ahora viene por las tardes a hablar con su hija que es mi madre, en la ventana de su casa. Sé que dejaste esa soga de la que me logré asir, para intentar subir un milímetro esa soga y una vez que esté arriba, te prometo Ginito, que no permitiré que falte una soga a cada mujer de mi futura generación, para poder salvarse abuelita querida.

Con sabor a frutas
¿Parálisis de sueño o ataque sexual demoniaco?

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