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«¿Recuerdas las llamas que incendiaban nuestras almas?, sólo hacía falta un ligero roce para que todo ardiese a nuestro alrededor, las miradas, las caricias, los susurros o aquellos besos a escondidas de indiscretos intrusos. Todo parece tan lejano que ya apenas queda el recuerdo vago de aquel calor abrasador capaz de arrasar con todo».

 

Lucía desgasta su imagen frente al espejo en busca de las razones que causaron la hecatombe. Matías ya no está, ya no queda nada de su aroma entre las sábanas frías, a pesar de insistir cada día, aferrándose a ellas con todo sus ser como una maníaca, intentado respirar cualquier pequeño resquicio de su ya remota presencia. 

Levanta de nuevo la mirada para que su reflejo le enseñe las verdades de su vida, contra las que lucha cada mañana y que tienen por mala costumbre ganarle la batalla. Ya apenas se reconoce abatida por la amargura. 

 

«Dime que lo recuerdas, Matías. No puedo creer que lo olvidaras. No entra en mi cabeza que no quede nada de lo nuestro en tu interior. Cierra los ojos y busca en lo más profundo de ti, allí estamos los dos, haciendo el amor como bestias salvajes, porque lo nuestro no era un amor racional, Matías, lo nuestro era instinto puro, ese que te llevó a desgarrarme la ropa en aquella calleja oscura de Toledo mientras sostenías el peso de mi cuerpo sobre la helada pared de piedra. Pero yo no sentía ni un átomo de frío, yo era capaz de derretir el Polo Norte si tú me lo pedías».

 

Una lágrima resbala por su rostro anguloso, víctima de la extrema delgadez que le ha provocado la depresión, y se sorprende de que aún le queden llantos, pues tiene la impresión de que ya se ahogó en su propia miseria el mismo día en que el amor de su vida le dijo que se iba, que no quería volver a saber nada de ella de la forma más elegante posible, con un post it pegado en la nevera que rezaba: «Ya no te aguanto más. Hasta nunca».

Se desvanece la persona que tiene delante, convirtiendo su figura en una mueca grotesca, y se sorprende de reconocerse en ella como la persona que es y no la que fue. 

 

«Te lo di todo… ¡todo! Mi vida te la regalé sin pedir nada a cambio, porque no había nada más que yo quisiese en el mundo que sentir que eras mío; inundar mi boca con tus besos, tocar el Paraíso con tu sexo, alcanzar las estrellas siendo partícipe de tus sueños… Pero eso terminó, porque tú ya no me quieres. ¡Ya no me quieres!».

 

Siente cómo se desprende la lágrima que, obstinada, se negaba a caer desde el mentón a la porcelana del lavabo. No sin esfuerzo, aún con la cabeza inclinada, vuelve a abrir los ojos para encontrar un embalse color carmesí que lo ha teñido todo a su alrededor. Lucía se sorprende de lo que ve, como si no supiese el porqué de la situación. Temblorosa y lenta alza las manos hasta la altura del espejo, como si el mundo real fuese lo que hay tras el vidrio y no lo que siente bajo sus pies descalzos. Están pegajosas y huelen a sangre. Se pregunta de dónde ha salido, para encontrar la respuesta en la empuñadura de un cuchillo de cocina que sobresale de su abdomen, a la altura del vientre. 

Vuelve a alzar la vista para, tras comprender que no está en su baño, encontrarle a él a través del espejo tendido sobre una cama de la habitación aledaña. Desde esa posición, el hueco de la puerta sólo le permite ver la parte de la cabecera. Matías no aparta los ojos de ella, pero tienen una expresión extraña, están carentes de amor. Ya no queda nada de lo que fueron en esa mirada, como tampoco un resquicio de vida en sus pupilas contraídas, lo cual la perturba. 

A duras penas consigue llegar al marco de la puerta. Ha perdido mucha sangre y el roce lacerante de la hoja abriéndose paso en cada movimiento entre la carne y las vísceras tampoco lo pone fácil. Pero por fin llega a ver la escena.

 

«Ah, ya lo recuerdo. Ya te recuerdo».

 

Sobre el cuerpo sin vida de Matías yace una mujer morena de piel y melena castaña. Al contrario que el cuerpo de Matías, que sólo presenta un corte profundo a la altura del corazón, con ella se ha ensañado. 

Camina hacia el borde de la cama y, tras mucho esfuerzo, consigue tumbarse a la vera del amor de su vida para esperar a que la muerte le llegue. Sólo hay algo que quiere romper la calma, algo que resuena en su mente como un eco en la lejanía. Son gritos. Parecen los gritos desconsolados de dos niños. Y poco a poco le da la sensación de que consigue distinguirlos mejor y el volumen de sus voces aumenta de forma progresiva en su mente hasta casi ensordecerla. 

Con gran esfuerzo levanta la mirada y la dirige hacia la procedencia de las voces topándose con la presencia de dos pequeños de unos doce años amarrados a sendas sillas y que, desgarrando sus gargantas, desesperados y aterrados, gritan entre sollozos sin cesar que el hombre que yace a su lado no se llama Matías. 

 

«Qué sabrán esos niños de su amor».

 

 

* * * * *

 

No te olvides de compartir si te gusta lo que lees. Sería una gran recompensa.

 

Ah, sólo una cosa más. Si te gustan mis historias o artículos quizá te gusten más mis libros.

El vástago de la muerte (https://unlibrode.com/la-libreria/autores/carlos-venegas/el-vastago-de-la-muerte/)

Por qué no me convertí en un escritor de éxito (https://unlibrode.com/la-libreria/autores/carlos-venegas/por-que-no-me-converti-en-un-escritor-de-exito/)

Para mí sería un orgullo y un honor simplemente que te pasaras por esas páginas para conocer un poco más de qué tratan. Y si decides comprarlo y leerlo cuéntame qué te han parecido. 

 

¡MUCHAS GRACIAS POR TODO Y NOS VEMOS EN LA PRÓXIMA NOTA!

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