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Los días normales no existen. Hay días que se convierten en espacios vacíos en donde nuestra capacidad de asombro se revuelve y se complementa con vivencias, sonrisas, incluso lágrimas.


Mirando en los puestos de flores, atiborrados de cempasuñil, tepejilote y otras flores que obsequian el color de la vida, en la antesala de una muerte segura.


Los momentos normales son aquellos que nos brindan la oportunidad de fraguar en nuestro estado de ánimo historias que a la postre se trasladan a las hojas que no se han ocupado de contar esas historias.


¡Los días normales eso son!


Los días se visten de transeúntes vagabundos. Hambrientos de los que sobreviven a las arduas jornadas, cuando el cansancio se apodera de las mentes olvidándose de lo demás.


Del contemplar, de absorber el paisaje y engullirlo como si fuera un taco por la mañana. Los días normales sufren transiciones, ante los necesitados, los que anhelan una esperanza teniendo solo 24 horas por destino.


Los días normales son pobres. Angustiosos momentos, peligrosos, comprometidos, precisos en su forma de atraparnos y lanzarnos en un vacío que si no nos ponemos listos nos perdemos en un hoyo negro de donde jamás saldremos ilesos.


Los días normales es más que eso. Como una hoja del almanaque desprendiéndose por error y aunque se desee no haberlo hecho, el resultado será el mismo.


Hoy vivo sin contratiempos, convirtiendo el día normal en un tiempo consumido, bebido en una copa de olvido, mientras una música de viento purifica mis sentidos.

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