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Solo en un surrealista territorio del continente americano, la violencia y el crimen se convierten en asuntos de la normalidad. Eduardo Rivera, conocido en el barrio como “El Lalo” se inició temprano en la delincuencia. Por costumbre salía en la madrugada de su casa, para dirigirse a su centro de operaciones, el primer cuadro de una ciudad de la costa veracruzana, donde actuaba con absoluta impunidad en las inmediaciones del mercado, el parque y la parroquia principal, los lugares más concurridos y donde fácilmente encontraba a la víctima ideal.

Fue, por mucho tiempo, el amo y señor del sector citadino más productivo. Había tejido en varios años una eficiente red delictiva, reclutando jóvenes desertores del sistema escolar y otros expulsados o prófugos de entornos familiares hostiles o desintegrados, que antes de activarse en la comisión de delitos, estuvieron en corto entrenamiento. Con la complicidad de autoridades y cuerpos policiacos, sus ganancias fueron creciendo en forma exponencial, igual que su patrimonio en bienes inmobiliarios. Su futuro era más que alentador.

Sin embargo, la inesperada llegada de Don Eulalio Benavides, líder de una banda del noroeste de la república, identificada como Los Norteños, le cambió radicalmente el paisaje a la organización de “El Lalo”. “El Piporro”, como le empezó a decir la gente a Don Eulalio, pronto hizo valer su experiencia y su conocida brutalidad para convencer y quitar piedras del camino. Su capacidad corruptora no tenía límites, como tampoco su fama de sanguinario.

La guerra por la plaza entre los grupos criminales se desató pronto. “El Piporro” intentaba arrebatar el negocio de los secuestros, extorsiones y cobro de piso, mientras que “El Lalo” quería incursionar en el giro de la distribución de droga al menudeo, actividad bajo el dominio del fuereño, que pretendía ampliar su mercado hacia la zona costera del Golfo de México.

La nota roja fue ocupando más espacios en los periódicos locales y nacionales, que informaban con detalle del saldo de los enfrentamientos entre las bandas en pugna. Fueron muchas las bajas en los dos grupos, cuyos cabecillas se oponían a los acuerdos y negociaciones. Lo peor que ocurrió, fue el ambiente de violencia e inseguridad, creado a partir de las refriegas entre los carteles, sin contar la estadística de los daños colaterales.

Fueron días, quizá meses de inestabilidad para el pueblo de la antes pacifica ciudad porteña, que provocó la migración de habitantes y cierre de negocios y empresas. En breve tiempo, el escenario citadino fue quedando abandonado y entró en lamentable crisis y decadencia. La delincuencia se había apoderado del territorio y ejercía una fuerte influencia en la actividad económica, social y política.

Como en los pasajes de riñas entre las mafias sicilianas, alegremente recreadas en las películas de acción gringas, así son en el mundo moderno las batallas por los territorios y la prevalencia de los giros criminales, que protagonizan los cárteles activos. Además revestidas con la tolerancia y colusión de autoridades, personajes de la política y de las corporaciones de seguridad pública acotadas o infiltradas.

Sucedió en el siglo pasado y en este que corre, una especie de resurgimiento o evolución de las mafias, algunas con el disfraz de corporativos, sindicatos, y hasta organizaciones sociales y filantrópicas que en la clandestinidad desarrollan actividades ilícitas. De tal manera que se han extendido, multiplicado y diversificado. Se observa en los giros de operación, ya no solo en la distribución y venta de droga, también existen en el tráfico de personas y órganos humanos, en la prostitución, y el robo de vehículos a gran escala. También se apuntan las de la industria de las armas, las farmacéuticas, entre otras, que dominan con descaro y sospechosa tolerancia, el comercio mundial.

En estos tiempos del capitalismo salvaje, impuesto por el poder económico, se han vuelto las ejecuciones y ajustes de cuentas entre las mafias o cárteles, fotografías de la normalidad en muchas regiones del planeta. A placer se fabrican, difunden y se esconden los perfiles de las organizaciones delictivas. Por ejemplo, dicen que los cárteles del narcotráfico de Colombia y México son los más peligrosos y sanguinarios del mundo, se olvidan de las mafias de China, Rusia, Japón, y de algunas ciudades y centros financieros de Estados Unidos, por decir algunas con probadas referencias y actividades delictivas. Por último, en el final de esta ficción surrealista, los mafiosos de la historia, “El Lalo” y El “Piporro”, son declarados como desaparecidos. Se espera que algún día encuentren sus restos en una fosa clandestina.

Hasta la próxima.

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