Se dice que la motocicleta encarna el símbolo de la libertad. Como motociclista, no me parece que esté lejos de representar tan escurridizo concepto. Los motociclistas amamos sentir el viento en el rostro. La sensación de poder ir donde nos plazca con tan solo darle un poco de gas al acelerador. Nos encanta el sonido del motor bramando a través de los escapes, rompiendo el silencio de una plácida mañana conforme nos adentramos en una carretera solitaria cuyo destino es tan incierto y esquivo como el futuro mismo. Lo cierto es que uno encuentra libertad en el hecho de estar a merced de la intemperie, bajo la caprichosa lluvia o el inclemente rayo de sol cayendo a plomo sobre nosotros camino adentro, donde la sinuosidad del sendero aguarda por nuestros potros de acero haciendo rugir sus motores embravecidos.
Sí, la motocicleta y su jinete crean un vínculo inseparable y difícil de entender, más aún de describir. Algo que sucede escasamente con el automovilista y su coche; que se alcanza a observar entre el granjero y su tractor, pero sin llegar a ser tan emotivo como un jinete y su cuaco. Sin embargo, la motocicleta logra amalgamar demasiado bien el especial vínculo que se crea entre quien la conduce y lo que ésta representa para él: libertad total.
No importa si se trata de un motociclista novel o experimentado o si su máquina es pequeña y versátil, o grande y potente con muchos caballos de fuerza escondidos en sus entrañas de acero, el viento siempre te regalará su caricia; te susurrará la libertad con ese lenguaje ininteligible que solo el viento tiene al momento de pasar a través cuando te aferras a un manillar, pues cada tipo de moto se funde en la personalidad de quien la maneja en un crisol de estilos que va desde el de apariencia ruda al estilo Hell Angels, el conductor de motocicleta utilitaria de uso diario e incansable, o el coleccionista con la scooter clásica italiana al puro estilo Streamline moderne Art Deco, con sus llantas de cara blanca y los bordes anchos y redondeados que nos recuerdan las formas aerodinámicas y los materiales de aviones a mediados del Siglo XX.
El caso es que andar en dos ruedas, montado en un motor y rompiendo el aire, es una de las sensaciones más gloriosas de las que se puede gozar. Es casi como volar sin alas, no solo por ese viento abofeteándote suavemente el rostro sino por las inyecciones de adrenalina a las que, como pilotos, estamos irremediablemente sujetos y a entera merced. Y para ello no hace falta correr, ¡qué va! La adrenalina comienza a secretarse desde el instante en que quitamos de tajo a funda para descubrir nuestra máquina aguardando por hacer ronronear un poco su motor antes de salir a la aventura allá fuera, donde quiera que esta se encuentre esperando por nosotros.
Sí, la sensación es indescriptible y conjuga el sonido; la andanza; el peligro inminente que subyace al hecho de andar en dos ruedas o ser parte del chasis del vehículo; el indómito viento; la forma que tiene la moto de responder a un caprichoso movimiento de muñeca; la férrea concentración en el camino; la forma de fundirnos con el paisaje…
En fin, es tanto que las palabras se quedan cortas, casi ahogadas en los lindes de mis dedos al escribir conforme cedo poco a poco ante el deseo de terminar estas líneas, ir por el equipo de seguridad y encender ese motor que me incita a que deje de hacer lo que estoy haciendo. Que me suscita secretamente a que nos vayamos lo más lejos posible. Que me instiga y me seduce porque nos olvidemos del mundo por un rato, solo por un momento mientras las revoluciones se incrementan acelerando el pulso del corazón a la vez que atravesamos un camino con emoción trepidante. Justo cuando los kilómetros se pierden uno a uno bajo las ruedas de nuestra increíble y sensacional motocicleta montando hacia nuestra libertad o, al menos, hacia lo más cercano que podamos llegar de tal concepto… aunque sea solo por un momento.
