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La cálida luz del amanecer se filtraba ahora por la ventana, me miraba al espejo, pero en realidad, la miraba a ella, o a la palma de mi mano, quizá nos miraba a las dos, pensando mejor creo que trataba de descifrar a todo el entorno…

Estaba en la mitad de la palma de mi mano, con dificultad movía su cabeza, de un extremo a otro, sus ojitos redondos parecían decir que estaba desorientada, quería mover sus extremidades y a lo único que acertaba era a esconder otra vez su cabeza detrás del caparazón.

Por su edad no toleraba alimento sólido, había que hacerle preparados especiales para que siguiera con vida, se notaba en su expresión que había perdido el sentido del gusto, ahora tampoco escuchaba y menos veía.

Orgullosa como era, aprendió a conocer su espacio tanteando las distancias, contando en su mente, hasta que un día tropezó con la pared, otro con la puerta, ahí descubrí que me necesitaba para seguir viviendo.

Los medicamentos provocaron que el color de su piel fuera amarillo…

¡Sí! amarillo huevo, la piel de las plantas de sus pies, se caía a pedazos, el ardor debió ser insoportable, pero la tortuguita estoica, guardaba sus lágrimas a escondidas.

Había sido el centro de una vida familiar, la generadora de tanto amor, sonrisas y ahora.

Todos se negaban a cuidarla, quizá era que no sabían enfrentarse a su ausencia.

Apenas unos segundos sentían su piel áspera en la mitad de la palma de su mano y la aventaban de una a otra palma. No les importaba el dolor, su dolor, su cansancio o su agonía, eran tan egoístas o quizás cobardes, tal vez era que la inminente muerte de la tortuguita les obligaba a lidiar con su propia muerte y quizá con la muerte de los suyos, pero la tortuguita no estaba dentro de los “suyos”

Cada semana había que llevarla a ese lugar frío y doloroso para su debido análisis.

Con ella en la palma de cuatro manos, logramos sostenerla con vida, mientras tanto yo iba observando todo el camino y me preguntaba:

– ¿Qué habíamos hecho en el mundo?

– ¿De dónde emanaba tanto dolor?

-Será cierto que el no saber gestionar nuestras emociones, era la causante de tantos males.

Tal vez nosotros lo habíamos generado.

Tribus abrazándose en los pasillos, gestos solidarios que pasaban en segundos a expresiones insoportables de dolor, miradas extraviadas.

Cuerpos extremadamente delgados, rostros infantiles, cabezas rapadas, caras agotadas, pisadas lentas…ahí estábamos todos formados en la fila, uno a uno con nuestra respectiva tortuguita tratando de mantenerla con vida.

Miré hacia atrás cómo para asegurarme que lo que estaba viendo era real, corrí al baño, me mire fijamente al espejo, me toqué la piel, era áspera, mis manos se estaban arrugando, mis ojos ahora eran redondos, la espalda me pesaba, la persona que me antecedía y también la que precedía, avanzaba un paso y se transformaba…era que también me estaba convirtiendo ya en tortuga.

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