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Indudablemente, algunas de las creencias que nos han inculcado a lo largo de nuestra vida, si no nos atrevemos a buscar un porqué de las mismas, a desmitificarlas y analizarlas bajo nuestro propio criterio, con decisión y mente abierta, podemos quedarnos sin aprovechar momentos y situaciones que pueden ofrecernos experiencias «diferentes», claro, todo con medida y moderación.

De acuerdo con mi experiencia y lo que me ha tocado vivir, cualquier sustancia, actividad o relación que te cause adicción es mala, y, de acuerdo con ello, tiendo a alejarme; sin embargo, siempre hay algo que te atrae y, por la misma naturaleza humana, o al menos la mía, por lo que oyes, por lo que ves, porque se convierte en un hábito y costumbre, o está de moda, quieres saber qué es y qué tan buena o mala puede ser esa experiencia en tu vida.

Sucede que, en múltiples ocasiones, me han ofrecido probar el cannabis, o más conocido como marihuana, así que decidí investigar sobre ella y narrar las situaciones en las que me la han ofrecido o recomendado probarla.

El Cannabis, también conocido popularmente en América como «marihuana», «maría», «grifa» o «yerba», está compuesto por la mezcla que resulta de las hojas, tallos, semillas, flores secas picadas del cáñamo (Cannabis sativa).

Esta planta, conocida en todo el planeta, tiene dos facetas, entre luz y oscuridad.

Lo anterior porque se han descubierto e investigado las propiedades terapéuticas de algunos de sus derivados que justificarían su uso, y, por otro lado, instituciones gubernamentales de varios países advierten, considero con una falsa moral, que se trata de una droga peligrosa con una gran cantidad de efectos negativos para la salud y que constituye la puerta de entrada a otras sustancias más peligrosas y adictivas, principalmente, considero, cuando se trata de buscar otras experiencias.

La realidad es que hoy en día ofrece hasta más de cuarenta productos diferentes en las industrias alimentaria, farmacéutica y textil.

El cannabis es originario de la región desértica al sureste del mar Caspio, pertenece a la familia Cannabaceae, y su origen se estima en unos 100 millones de años, lo que subraya su relación con la raza humana. La historia comienza con los primitivos humanos que gradualmente descubrieron las plantas comestibles y aquellas con propiedades medicinales; empezaron a cultivarlas desde el Neolítico, expandiéndose desde sus centros originales salvajes hasta lugares habitados por los humanos.

El cáñamo fue introducido en América en el siglo XVI, utilizándose principalmente en la elaboración de fibras, aunque la mano de obra esclava mostraba mayor interés en sus propiedades psicoactivas. Los esclavos angoleños llevaron el cannabis a las plantaciones del noreste de Brasil, donde los colonos portugueses les permitieron cultivar su «maconha» entre las cañas de azúcar. En este contexto, el cannabis era utilizado por la población esclava con fines religiosos y recreativos durante sus breves períodos de descanso. Este consumo se extendió de Brasil al Caribe a finales del siglo XIX.

A partir del siglo XIX, el consumo de cannabis volvió a ganar popularidad en Europa gracias a las tropas napoleónicas que habían estado en Egipto. Los primeros consumidores de hachís en el siglo XIX fueron escritores, poetas y artistas que creían que el hachís podía potenciar su creatividad. Hacia 1835, el pintor Boissard y Moreau de Tours fundaron el Club de los Hashischines con el objetivo de realizar investigaciones psicológicas y con la esperanza de utilizar el cannabis en el tratamiento de algunas enfermedades mentales.

Pertenecieron a este club figuras como Baudelaire, Dumas, Gautier, Mérimée, de Musset, Delacroix, Meissonier, Nerval, Daumier, o Flaubert, verdaderos pesos pesados de esa época. El Club del Hachís asoció el consumo de cannabis con una alternativa a la cultura oriental, como un contraste positivo al estilo de vida regular y burgués.

Sin embargo, el cannabis siempre ha estado vinculado a personas que se posicionan al margen de la sociedad dominante, tanto en Oriente como en Occidente. Grupos distanciados de las castas dominantes, asociados a malhechores, prostitutas, esclavos, terroristas, ladrones, asesinos y personas de mala vida, o a viajeros y amantes de la aventura, por profesión o pasión, que se encargaron de difundir su uso por el mundo.

A finales del siglo XIX, con el desarrollo de sustancias sintéticas como la aspirina, el hidrato de cloral y los barbitúricos, que son químicamente más estables que el cannabis y, por ende, más fiables, se aceleró la decadencia del cannabis como producto farmacéutico.

El control internacional del cannabis comenzó con el Convenio de Ginebra de 1925.

Para la sociedad estadounidense de principios del siglo XX, el cannabis era considerado el causante de la «depravación» de negros y mexicanos. El magnate de la prensa William Randolph Hearst utilizó todos sus medios de comunicación para difundir la teoría de que los negros y mexicanos se convertían en bestias desesperadas bajo los efectos de la «marihuana», utilizando esta palabra y no «cáñamo» o «cannabis» para que sus lectores desconocieran de qué sustancia se trataba.

La razón era que a principios del siglo XX aún no se había logrado sintetizar el cannabis, y por lo tanto, era una sustancia difícil de dosificar. Al no ser hidrosoluble, sus efectos en el cuerpo humano son más lentos en comparación con otras drogas nuevas como los barbitúricos o las benzodiacepinas.

La prohibición mundial del cannabis comenzó en 1961 con la Convención Única de Drogas de las Naciones Unidas, donde se legisló con el objetivo de eliminar totalmente el uso mundial del cannabis en un plazo de 25 años. La Conferencia contaba con una nota de la OMS que afirmaba que no había ninguna justificación para el uso médico del cannabis. Cuatro años más tarde, en 1964, los químicos Rafael Mechoulam y Gaoni de la Universidad de Jerusalén aislaron el principio activo del cannabis, el tetrahidrocannabinol o THC.

Esta es una pequeña recopilación e historia de esta relación de amor de miles de años hasta la llegada del siglo XX, momento en el cual se convirtió en odio con la llegada de la prohibición. Podemos afirmar que su consumo ha estado relacionado desde el inicio de la humanidad y que fue decisivo para nuestra evolución. Tanto es así que nuestro propio cuerpo cuenta con un sistema endocannabinoide.

Los endocannabinoides regulan diversas funciones corporales como el sueño, el estado de ánimo, el apetito, el aprendizaje, la memoria, la temperatura corporal, el dolor, las funciones inmunitarias y la fertilidad.

En el cerebro, el sistema endocannabinoide regula la comunicación entre las células nerviosas en las uniones llamadas sinapsis, lo que explica su capacidad para afectar una amplia gama de funciones corporales.

Las investigaciones han demostrado que ciertas células del sistema inmunitario producen endocannabinoides que pueden regular la inflamación y otras funciones inmunitarias a través de la activación de los receptores CB2, localizados principalmente en los nodos linfáticos. Además, se ha comprobado que los endocannabinoides son efectivos para disminuir los efectos debilitantes de las enfermedades autoinmunes.

En un estudio de 2022, investigadores descubrieron que un defecto en un gen que ayuda a producir endocannabinoides provoca la aparición temprana de la enfermedad de Parkinson. Otro estudio del mismo año vinculó este defecto genético con otros trastornos neurológicos, incluyendo el retraso en el desarrollo, el control muscular deficiente y los problemas de visión.

El THC es el componente psicoactivo más importante y abundante en las variedades de cannabis clasificadas como psicoactivas, responsable de la alteración de la percepción y modificación del estado de ánimo.

Las variedades no psicoactivas, conocidas como cáñamo, deben contener menos del 1% de THC por normativa internacional.

Los porcentajes de THC en las plantas psicoactivas varían entre las distintas cepas y, dentro de una misma cepa, dependen de las condiciones de cultivo, pudiendo ir desde porcentajes bajos hasta aquellos que superan el 25%.

Otros cannabinoides, como el CBD, el CBG y el THCV, son psicotrópicos, es decir, tienen afinidad por el Sistema Nervioso Central donde ejercen sus acciones pero no son psicoactivos, lo que significa que no producen «alucinaciones». Además, el CBD puede neutralizar los efectos que inducen cambios de humor, percepción o comportamiento similares a los observados en procesos psicóticos, como la esquizofrenia, asociados al THC.

El THC genera polémica en torno a la legalización del cannabis debido a algunos de sus efectos, como la alteración de la memoria y la percepción, aunque también se le reconocen efectos terapéuticos. Los efectos preocupantes pueden generar complicaciones en el desempeño y estado de ánimo, pero también ofrecen beneficios terapéuticos dependiendo de su uso.

Estudios han concluido que los consumidores de marihuana pueden experimentar una mejor función sexual y mejores orgasmos, vinculados a una disminución del temor y la vergüenza, lo que facilita las relaciones sexuales.

Investigadores de la Universidad de Oregón indicaron que componentes del cannabis podrían bloquear la entrada del virus SARS-CoV-2 en las células, protegiendo así del contagio con COVID-19.

Sin embargo, el consumo de cannabis puede conducir a perturbaciones cognitivas de larga duración, especialmente en jóvenes cuyos cerebros están en desarrollo.

Una intoxicación por cannabis puede causar perturbaciones cognitivas leves y medianas en la toma de decisiones, la represión de reacciones inapropiadas y la retención de información. También puede incrementar el tiempo requerido para realizar actividades intelectuales.

Estos problemas pueden persistir más allá del efecto directo de la droga. Quienes fuman marihuana a diario tienen tres veces más riesgo de sufrir episodios psicóticos, según un estudio de 2020.

Sin embargo, pese a los riesgos y efectos secundarios, el cannabis es la droga ilegal más popular entre los jóvenes y la tercera sustancia psicoactiva más consumida a nivel mundial.

El debate sobre su legalización, que se lleva a cabo en muchas partes del mundo, demuestra que la aceptación va creciendo en la opinión pública; ni controles ni prohibiciones han podido evitarlo.

Más allá de su uso médico, se plantea el proyecto de permitir la entrega controlada de cannabis a adultos en establecimientos con licencia para ello. De hecho, en varios estados de Estados Unidos ya se practica esta modalidad. Así se controla la calidad, porque en los últimos años se ha detectado cada vez más cannabis mezclado con sustancias como arena o azúcar, además de otras sustancias sintéticas de alta peligrosidad que intensifican los efectos de la droga y los vuelven incontrolables. Los consumidores pueden sufrir alucinaciones o colapsos circulatorios. Definitivamente, un control sanitario por parte de los gobiernos podría reducir considerablemente tales riesgos.

Los partidarios de la legalización sostienen que los jóvenes consumidores ya no tendrían que ocultarse y se beneficiarían de ofertas de terapia y prevención. También se presentan argumentos económicos muy concretos: una legalización podría generar millones de ingresos adicionales para el fisco mediante el cobro de impuestos al consumo.

Más allá de su historia entrelazada con la humanidad y los riesgos y beneficios que conlleva, al ponderarlos, quiero compartir las experiencias que he tenido al conocer el sabor del cannabis y las decisiones que tomé en cada una de ellas, remontándome a mi adolescencia, cuando estaba a mitad de mi licenciatura.

En aquellos tiempos, comenzaban mis intentos de tener una novia, ya que había dedicado la mayor parte de mi vida al estudio, sumado a mi timidez. En una reunión familiar, conocí a una chica muy agradable que vivía en el barrio de San Álvaro, en la Ciudad de México, muy cerca de donde residíamos entonces, en la colonia Clavería.

Ella era sobrina de la esposa de un tío, primo hermano de mi mamá, quien además era mi padrino de primera comunión. No puedo decir que fue amor a primera vista, pero sí hubo una gran atracción y rápidamente conectamos.

El círculo social en el que ella se movía era distinto al mío, personas de buen corazón en un barrio muy populoso y con presencia de pandillas, pero aún así considerado seguro en aquellos días de 1978, o al menos eso creía. A los pocos días, ya estábamos saliendo «formalmente». Sin saberlo, a través de sus hermanos y amigos —con quienes fui entablando amistad—, me enteré de que había terminado con su novio para estar conmigo. Resulta que el exnovio era karateka y me buscaba para «aclarar cuentas». Decidí enfrentar el problema, consciente de que era inevitable, especialmente porque la chica lo valía; era mi primera novia formal y no quería desaprovechar ese momento.

Nos citamos en el parque de la colonia San Álvaro. Él tenía una mirada de rabia. Respiré profundo y me acerqué a él, presentándome amablemente. Le dije: «No busco problemas. Sé que fácilmente podrías vencerme con tus conocimientos en artes marciales. Pero, ¿qué ganarías con ello? Ella no volverá contigo, y solo lograrás que te odie o te tema por haberme golpeado.

Si realmente la quieres, tus esperanzas de volver con ella desaparecerían. Además, hay testigos; las autoridades podrían intervenir, y siendo mayor de edad, podrías enfrentar consecuencias legales. Pero tú decides; aquí estoy para lo que decidas, sea enfrentarnos o, quién sabe, quizás en el futuro podamos ayudarnos el uno al otro». Me miró, no dijo nada, se dio la vuelta y se fue. Más tarde, me invitó a jugar fútbol en el equipo del barrio.

Fue una descarga de adrenalina; terminado el «encuentro», agradecí discretamente en la iglesia cercana, sin importarme la decepción del público que esperaba un enfrentamiento.

Fui invitado a jugar fútbol con el equipo de la Colonia San Álvaro, patrocinado por la fábrica de helados Yom Yom, muy famosos en esa época. La fábrica se ubicaba en la misma colonia, y era posible comprar directamente en el expendio de la fábrica. Solo dos personas del equipo teníamos vehículo.

Los partidos se jugaban en campos abiertos por las zonas de Azcapotzalco y Tlalnepantla, que ahora están completamente ocupadas por viviendas en la primera y por fábricas en la segunda; en aquel tiempo, eran rancherías. Muchos equipos de la liga tenían sus propios campos, y en ocasiones, después de alguna disputa no bien recibida, había que salir corriendo.

Lo que nunca faltaba después de cada partido, generalmente los sábados por la tarde, era nuestra visita obligada al “Tinacal”, una famosa pulquería en La Loma, Tlalnepantla, reconocida hasta la fecha por su pulque curado de frutas. Yo solía tomar mi cubeta de 5 litros de curado de jitomate, muy refrescante después del ejercicio y el susto, dejándonos sentir como odres con todo ese pulque agitándose a cada paso.

Después, cada uno pasaba a su casa para ducharse, y yo regresaba a visitar a mi novia. Era común jugar dominó, el deporte oficial de su familia, antes de salir a pasear. Confieso que fue ahí donde aprendí a jugar dominó; mi tío era un maestro y siempre decía: “este juego es muy sencillo, solo respeta el turno y supera al de al lado”. En esas reuniones, hice muy buena amistad con el novio de la hermana de mi novia, quien era el portero del equipo.

Felipe medía alrededor de 1.80 metros, era delgado pero fuerte, con buenos reflejos y el pelo largo, al estilo de finales de los 70, camisa desabrochada en los primeros botones, pantalones ajustados, a lo Travolta, y recuerdo que fumaba mucho.

Fue en una de esas reuniones cuando, de repente, se me acercó y me pidió que lo acompañara a la tienda a comprar cigarros. Sin embargo, al llegar a las escaleras del edificio donde vivían, me invitó a subir a la azotea. Pensé que me compartiría alguna aventura o me pediría algún consejo, pero en lugar de eso, nos escondimos detrás de los tinacos de agua y, para mi sorpresa, sacó una bolsita con una hierba verde y un paquete de papel arroz, idéntico al de los cigarros Faritos que le compraba a mi abuelita por 20 centavos la cajetilla. Quedé boquiabierto viendo cómo preparaba su «porro», lo encendió y me ofreció. Al decirle que nunca la había probado, amablemente decliné.

Me preguntó por qué, y le expliqué que no me llamaba la atención y que prefería no llegar a casa oliendo a marihuana.

El olor tan particular me transportó a cuando dormíamos en tapetes de yute en el pueblo donde pasábamos nuestras vacaciones en Ocuituco, cerca de Yecapixtla, Morelos, mezclado con olor a orina de mofeta cuando vas por la carretera, un recuerdo que se quedó grabado en mí para siempre.

Pasaron muchos años sin otro encuentro con la hierba. No sé si fue el ambiente en el que me movía o mi interés en la escuela y el trabajo. Ya casado y viviendo en Mérida, trabajando independientemente en mi empresa de desarrollo de software, conocí a uno de mis mejores amigos, mi hermano puertorriqueño, Edgar I. Con él implementé, tras haberlo hecho en República Dominicana, el sistema de producción e incentivos de nómina en Costa Rica.

Él era el director para toda la marca MaidenForm para América Latina, con responsabilidades en las plantas de República Dominicana, Jamaica, Puerto Rico, Honduras y Costa Rica. Compartimos muchas reuniones familiares y de trabajo, amenas charlas, y aprendí esa mezcla de español con inglés característica de los boricuas.

Le encanta la música de su tierra, especialmente la de Rafael Hernández Marín, con canciones como «El Cumbanchero», «Campanitas de Cristal», «Perfume de Gardenias» y «Lamento Borincano»; esta última hace llorar a mi amigo al recordar su tierra, aunque decidió quedarse a vivir en Mérida.

Me contó sobre la difícil situación que se vivía en Puerto Rico cuando el pueblo decidió convertirse en un territorio no incorporado de Estados Unidos. Siempre ha sido un tema sensible que no le gusta tocar, y yo siempre he respetado eso.

La vida en Puerto Rico cambió mucho desde entonces, en términos económicos, de inversión, oportunidades y la ciudadanía americana que les permite viajar a EE.UU. como ciudadanos y vivir el famoso sueño americano.

Para poder estudiar su licenciatura en Administración, tuvo que enlistarse en el ejército y hacer su servicio militar. Como ya tenía estudios de licenciatura, no fue enviado a Vietnam, sino que le tocó estar en Alemania Occidental durante la época de la Guerra Fría.

Le asignaron la guardia de un silo que contenía una bomba, con línea caliente, llave al cuello y botón rojo, pero nunca tuvo incidentes. En la base donde estaba asignado, tuvo la oportunidad de ver toda clase de vehículos de tecnología sumamente avanzada, legado de lo que los nazis estuvieron a punto de hacer realidad.

Durante los fines de semana libres en la base, se reunía con sus compañeros en un pueblo cercano. Cada uno aportaba viandas, bebidas y otras sustancias para disfrutar esos días. La cerveza, que en ese lugar abundaba incluso a temperatura ambiente con más de 30 grados de alcohol, no era necesaria. A él le correspondía llevar el ron caribeño que le enviaban desde su tierra. En esas fiestas, probó todo tipo de bebidas y sustancias, incluyendo hachís, opio, marihuana y morfina diluida, aunque estaban bajo estricto control militar. Me advirtió seriamente: “Luisito, nunca pruebes esas drogas; son sumamente adictivas.

Pero la marihuana es diferente, tienes que experimentarla al menos una vez en tu vida, y yo me encargaré de conseguírtela”. No respondí, y hasta la fecha sigo esperando, sin insistir.

En 2017, fundé una empresa de ahorro energético con amigos, dedicada a la generación de energía solar, eólica y al uso de luminarias LED. Mis socios consumen marihuana recreativamente, pero nunca me la han ofrecido. A pesar de coincidir en reuniones donde la fumaban, se cuidan mucho, pues además transportan productos orgánicos.

En una ocasión, uno de ellos, sin haber bebido alcohol, probó su nuevo coche a alta velocidad, terminando en un accidente sin graves consecuencias, salvo por dar positivo en cannabis en un control de dopaje.

En diciembre de 2018, durante una celebración de Año Nuevo en casa de mi hijo mayor, que producía CBD para fines medicinales, un amigo suyo me ofreció un porro.

Mi hijo, preocupado por mi reacción, me aseguró que el consumo le ayudaba a relajarse para desarrollar campañas. Me explicó sobre la variedad de reacciones que puede provocar el cannabis, dependiendo del estado de ánimo de cada persona.

Aunque la curiosidad permanecía, decidí que no estaba interesado por el momento.

En el 41º cumpleaños de mi hijo mayor, se volvió a presentar la oportunidad de probar marihuana, esta vez sugerida como un impulso para la creatividad. Estábamos disfrutando de una convivencia, jugando pádel y pasando tiempo con mis nietas, amigos y familia, justo antes de la cena, cuando de repente percibí ese inconfundible aroma del porro. Busqué el origen, pero no hice comentarios al respecto.

Después de cenar, mientras platicaba con uno de mis sobrinos sobre mis actividades recientes —ya llevo un año jubilado y me he dedicado a desarrollar nuevos proyectos, explorar la inteligencia artificial aplicada en áreas donde tengo experiencia en desarrollo de software y la creación de contenidos—, me preguntó si alguna vez había probado la marihuana.

Le respondí que no, aunque me la habían ofrecido en algunas ocasiones, pero nunca había accedido.

Me sugirió que la probara, argumentando que podría beneficiar el proceso creativo en el que me encuentro y ayudarme a relajarme. He tomado nota de esta sugerencia en mi lista de «proyectos potenciadores».

La verdad es que sentía la necesidad de entender qué es la hierba, conocer su historia y evaluar si realmente podría beneficiarme en esta etapa de mi vida. Mis abuelas la usaban para aliviar los dolores reumáticos, frotándola en sus piernas después de macerarla en alcohol, y he comprobado personalmente los beneficios de los productos de CBD.

Ahora, con un conocimiento más profundo sobre el tema, puedo sacar mis propias conclusiones y, quién sabe, si se presenta la oportunidad adecuada, con la persona correcta, quizás decida probarla, tomando las debidas precauciones para superar mis falsas creencias y el temor constante en mi vida de caer en alguna adicción.

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