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Entró sigilosamente con la canasta de mimbre colgando de su brazo, la campanilla del negocio avisó de su llegada, el lugar estaba invadido por un delicioso aroma que le recordó la cocina de la abuela, especialmente las ollas con manzanas que hervían nadando en el jarabe de azúcar, el perfume de la canela le hizo cerrar los ojos para penetrar en su mente; de repente, un chico delgado, pulcro y de aspecto amable, salió detrás del mostrador observándola detenidamente ya que su actitud le pareció extraña, sin embargo, su apariencia lo tranquilizó. Ella preguntaba a detalle acerca de los pasteles y demás bocadillos, se interesaba por los ingredientes, para finalmente despedirse sin comprar algo.

Al llegar la hora de cerrar, el empleado notó que faltaba el pay de manzana que tenía que entregar a un cliente que llegaría pronto; «ella fue, seguramente, pero esta señora no parecía ladrona››, dedujo. De inmediato reportó el evento con la policía.

En minutos se presentó el detective pidiendo la descripción de la sospechosa, el chico respondió:

Su atuendo era formal, tal vez con más de 60 de edad, su lenguaje denotaba cierta preparación académica como si fuera maestra, de cabello corto, muy amable y conversadora. Al entrar preguntó por los ingredientes y los precios, por un momento se notaba nerviosa, tal vez no veía bien porque usaba anteojos, finalmente no compró y salió rápidamente─ concluyó.

La tarde pintaba sus tonos de ocre al marrón, en el corredor se escuchaba el crujir de la mecedora en un suave vaivén, Norma disfrutaba dando leves sorbos a la taza con café, contemplaba el horizonte mientras el pensamiento viajaba a su infancia, aún tenía en el paladar el sabor agridulce de aquellos postres que la tía cocinaba para ellas; en un instante el estómago reaccionó al recuerdo volcando su contenido sobre el piso, no pudo contenerlo.

La ciudad con su cotidiano, gente y vehículos en su diario devenir, bullicio con múltiples voces, dentro de la pastelería el silencio y los diferentes aromas invadían el espacio, de repente, sonó la campana que anuncia la llegada de un cliente, Jorge salió apresurado de la parte trasera para atender, no vio persona alguna, sobre el mostrador estaba un pay y una pequeña charola con galletas acompañados de una nota: “En compensación por el desagradable incidente, espero qué quien lo pruebe, lo disfrute”. El empleado notificó lo sucedido a la dueña.

Ángela llegó de inmediato a su negocio, bajó del auto con su ropa de trabajo, todavía llevaba puesto el mandil, le urgía llegar, algo no estaba bien, el hecho le parecía ilógico. Extrañada observó, la apariencia le parecía familiar en los bocadillos dejados misteriosamente en el local, sintió una opresión en el pecho, los recuerdos fluyeron y los pensamientos desagradables, también. Llevó los postres al interior para inspeccionarlos, ansiosa tomó el cuchillo partiendo por mitad el pay, ¡sí, ahí estaba!, lo sabía, la experiencia traumática regresaba a su vida. Esos recuerdos se agolparon como una punzada en la nuca, en un instante retornó a aquellos días en la casa familiar, sus padres, hermanas, la abuela y la tía desfilaron provocando un torrente de múltiples emociones, sentimientos encontrados, confusos, agrios y dulces como el sabor de aquellos manjares infantiles.

Mario ya la esperaba en casa, su tardanza le preocupó, nunca se ausentaba por las mañanas ya que ella prefería hornear los productos de la pastelería desde temprano para dedicar la tarde a su esposo, él la apoyaba y disfrutaba su vida juntos, Ángela era una mujer muy dinámica, inteligente y destacada en lo que se comprometía, en la planitud de su madurez, 45 años, conservaba la belleza física heredada por su madre, él la admiraba y amaba desde la juventud. Mario era un hombre de carácter apacible, confiaba en la gente y especialmente en ella, a pesar de contar con una apariencia física de gran fortaleza, su nobleza prevalecía; pero la espera lo inquietaba.

Los años habían pasado dejando atrás aquel episodio, trágico y vergonzoso, la familia lo ocultó, el tiempo echó al olvido lo sucedido, pero en los laberintos de la mente se deslizaba para encontrar la salida después de tanto, tanto tiempo. El presente era nuevamente el escenario de la intranquilidad de aquella niña, ahora adulta, en el pensamiento de Ángela aparecía su tía Ana, con escenas de felicidad en esa cotidianidad familiar donde aparentemente nada la podía alterar.

Aquel día Ana se notaba extraña, ya no cantaba ni bromeaba con la jovencita que le ayudaba en las labores de la casa, se concretaba a cocinar como siempre lo hacía, a preparar los platillos del día, al estar amasando la harina para el panqué se desvaneció, bajo ella una mancha roja apareció, la ayudante corrió pidiendo auxilio a la abuela, en un instante todos los habitantes de la casa la rodearon, de inmediato llamaron al doctor.

Los días se acumularon y lo sucedido quedó como una cicatriz en la historia familiar al igual que la que cruzaba el vientre y el alma de Ana, la vida que albergaba su regazo había sido cortada de tajo, fue el mismo que antes le prodigaba las delicias del amor y la pasión, quien le había hecho una herida física, y emocional, provocando que el pequeño ser brotara  del vientre materno y quedara expuesto en el piso , lugar de donde ella ya nunca salió hasta el día de su muerte con bastantes años encima. Todo sucedió casi al amanecer, la citó en la bodega trasera, ella acudió emocionada como siempre lo hacía al verse con él, la abrazó y sacando la navaja oculta en su ropa, la hirió alevosamente, Ana sintió un frío roce, apretó la herida con el mandil y regresó al sitio donde se sentía segura, su cocina.

Recuperada del cuerpo, pero no del alma, siguió con su monótona vida cotidiana, cocinar era su pasión, las delicias culinarias nunca faltaron en el inmenso comedor, sobre todo los postres, que especialmente fascinaban a Ángela quien compartía gustosa con la joven encargada de ayudar en la casa, quien callada y sigilosa se mantenía al margen de todo suceso, tal vez por haber crecido en un orfanato de donde salió para trabajar con ellos.

Una tarde, Ángela detectó el aroma de un suculento pay de manzana, especialidad de la tía, enfriándose al pie de la ventana, no pudo esperar, tomó el cuchillo y cortó una enorme rebanada, al morderlo detectó algo diferente, la manzana tenía un raro sabor, ácido y al mismo tiempo salado, tal vez les faltó madurar. Ese cambio en el sabor prosiguió en casi todos los alimentos, ella fue la primera en notarlo, su abuela, aunque ya no cocinaba todavía tenía la experiencia por haberlo hecho durante décadas, también lo percibió al igual que sus padres. Nadie dudaba de la capacidad culinaria de Ana, sin embargo, algo estaba sucediendo en ella.

Ángela bajó para tomar agua en una cálida madrugada, escuchó ruido en la cocina, era la tía, rompía unos diminutos huevos para vaciarlos en un tazón, estaban fecundados, del interior salía un pequeño feto que se precipitaba para unirse a otros más, sonreía complacida al guardarlos en el refrigerador, esta era la causa del extraño tufo, pensó, asqueada regresó a su recámara sin poder dormir, desconcertada esperó a que al alba despuntara para hablar con la abuela. Así lo hizo, la anciana le pidió que no contara a sus padres sobre la espeluznante escena, ella lo haría después de interrogar a su hija, estaba dispuesta a solucionar la situación como era su costumbre y obligación para salvaguardar la reputación de la conocida familia.

La calma y el buena sazón volvieron a ser como antes, pero solamente por pocas semanas; sucedió en el cumpleaños de Ángela, una soleada tarde donde las risas y la compañía de sus amigas eran el marco perfecto para compartir el rico pastel, después de apagar las velitas al unísono las adolescentes pidieron que lo partiera para culminar la celebración, así lo hizo, los platos con sendas rebanadas pasaban de mano en mano, hasta llegar al paladar de cada una; sin más, las expresiones de desconcierto por el extraño sabor no se hicieron esperar, de repente, alguien grita eufórica al encontrar en su porción el cuerpo de un animal tan pequeño como un feto.

Días después, el portón se abrió para dar paso a la ambulancia donde Ana se alejaba de su hogar, sería por un periodo corto hasta que lograra superar el trance que le había trastornado, olvidar y sanar esa herida, la más profunda y dolorosa, la emocional. El hospital psiquiátrico la resguardaría para después retornar al íntimo rincón que le permitía ser ella, para seguir cocinando la vida y el recuerdo.

Mario se alegra al escuchar el auto que se estacionó al pie del pórtico, la recibe con un gran abrazo interrogándola por el motivo de la repentina salida, Ángela corresponde besándolo tiernamente, cabizbaja le comenta que es necesario charlar, tiene que hacerle una confesión, él reacciona desconcertado pero tranquilo a la espera del inquietante mensaje. Ella cuenta la historia familiar callada durante años, al parecer olvidada, hasta la aparición de la señal que la perturbó, como si Ana hubiera regresado de la muerte para recriminarle su indiscreción, culparla por su desgracia. Mario no puede creer lo que escucha, molesto por lo que su esposa le ocultó, queda pensativo, decide continuar más tarde hablando sobre el tema.

El negocio contaba con buena reputación, tenía una basta cartera de clientes, surtía a restaurantes y escuelas, el sabor y la calidad eran su distintivo, cualidades que muy pronto se verían opacadas. Cada comprador frecuente empezó a recibir una cortesía por su preferencia, hasta su domicilio llegaba un rico postre, un pay de manzana con un singular relleno, como una degustación; las quejas y las acusaciones ante la autoridad sanitaria no se hicieron esperar, Jorge era el primero en recibir los insultos y las agresiones de los ofendidos comensales, la noticia de lo sucedido pronto se supo por toda la ciudad, la crisis sobrevino, la vida de la propietaria se volvió un caos. Mario empezó a desconfiar de ella, la calificaba de mentirosa, estaba seguro de que ella era la autora de tan macabra acción, la pensaba un poco demente igual que la tía, había decidido llevarla a un centro para la atención de enfermedades neurológicas, donde quedaría durante internada para su recuperación.

Norma gozaba como cada tarde de la tranquilidad que le daba reposar en la mecedora después de haber cumplido con su jornada laboral en la escuela culinaria donde impartía clases, era reconocida por su buena sazón, en especial en la repostería, con frecuencia recordaba a la mujer que le había enseñado todo este conocimiento, quien la protegió y la cuidó como a una hija, con mucho amor, también ella la amaba como su madre verdadera. Juntas vivieron tragedias y alegrías del destino, así fue hasta el final de sus días.

La vida ofrece variadas degustaciones con sabores dulces, ácidos y amargos, ella probó algunos al ser testigo del sufrimiento Ana; finalmente se siente satisfecha deleitándose con el agridulce sabor de la venganza.

Maricarmen Delfin Delgado.

La carta
SIGNIFICADO DE LA LUZ.

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