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En el salón de clases teníamos una pecera redonda con un pez dorado adentro. La había llevado la señorita Mansur. Yo le daba de comer al pez todas las mañanas y todas las tardes. Sin que nadie me viera. Porque nadie más lo hacía.

            El salón de clases daba a un patio pequeño con una jardinera terrosa donde jugábamos a las canicas. Era cuarto de primaria y a mis amigos les gustaban las canicas y a mí escribir. Y como yo quería gustarle a mis amigos, jugaba a las canicas con ellos. Nadie quería hacer equipo conmigo. No tenía nada de puntería. Verme jugar era penoso: un niño gordo al que se le asomaba el inicio de las nalgas al agacharse y su grasa abdominal lo hacía sudar por cualquier esfuerzo. Algo que prefieres olvidar. Pero yo quería jugar a las canicas aunque no le pegara a ninguna, y por eso apostaba las mías a Chucho y Tavo, para que jugaran conmigo, para que tuvieran algo que ganar.

            Cada día llegaba a la escuela antes que todos y le ponía de comer al pez. Tomaba las hojuelas y se las espolvoreaba. Lo veía subir para comerlas. Lo veía mirarme con sus ojos grandes y redondos. Golpeaba con la punta de mi dedo en el cristal y él se movía rápidamente de un lado a otro. Al pez le había escrito unas cuantas cosas que a nadie le enseñaba. Le escribí de los waffles que de lunes a viernes me preparaba mamá de desayuno, con miel escurriéndoles, y de cuánto los destetaba y cuánto odiaba a mamá, porque le pedía que me hiciera otra cosa y no lo hacía. Le escribí del día que fuimos a un balneario con los amigos de mi hermana mayor y de cómo se rieron cuando caí de la cuerda que atravesaba un río. No aguanté mi peso y me di contra las rocas. Papá tuvo que meterse en jeans y camisa de vestir para sacarme. Las rodillas me sangraban. De eso le escribía al pez dorado.

            Después de darle de comer me acomodaba en mi asiento, sacaba mi bolsa de canicas, siempre nuevas, las más lindas y brillantes y de todos colores. Y cada día, regresaba de la escuela a mi casa sin una sola canica.

            Cada vez que jugaba mis canicas, Chucho y Tavo se reían de mis tiros. Yo me reía con ellos. Eran mis amigos. Bastaban los veinte minutos del primer receso para que perdiera todas mis canicas. Regresábamos al salón. Yo insistía siempre en sentarme al lado de Tavo, el sudor escurriéndome. No entendía por qué, lo entendí luego, pero antes de que pusiera mis libretas en el pupitre, Tavo me pedía que me sentara dos lugares más lejos. Tavo acababa de reír conmigo jugando a las canicas, así que yo lo dejaba en paz y me sentaba a dos lugares de él. Yo quería sentarme cerca de Tavo y nunca había dejado de intentarlo.

            Le escribía al pez dorado a escondidas en el baño. Llevaba entre mis pantalones libreta y pluma. El pez era mi mejor amigo y quería contarle lo que me pasaba, lo que me ponía triste. Los demás me tomaban por un cagón. Pedía permiso para ir hasta ocho veces al día. A la señorita Mansur no le importaba cuántas veces le pedía ir al baño ni tampoco si comía el pez dorado o no.

            La señorita Mansur se la pasaba pintándose las uñas. Nos dejaba un dictado que hacía leer a uno de nosotros. Varias veces vi la cara de la señorita Mansur manchada de rimel. Era cuando más callada estaba, y pintaba y despintaba sus uñas y nos ponía a repetir el dictado del día anterior o el mismo varias veces. 

            Terminaba el receso. Yo metía mi bolsa de canicas vacía en la lonchera, como cada final de receso. Cuando entramos al salón ya no estaba la señorita Mansur. Estaba un hombre muy alto, de bigote. Nos lo presentó la directora del colegio. Nuestro nuevo maestro, Alfredo Correa. De la señorita Mansur no volvimos a saber. A ella no le importaba si comía el pez dorado aunque ella lo hubiera llevado al salón, por eso a mí no me importaba lo que hubiera pasado con ella. Ese día llevaba más rimel corrido que de costumbre.

            Me gustaba Alfredo porque hablaba de novelas todo el tiempo. Aún no están en edad para leer ciertos libros, decía, para luego contarnos por largos minutos las historias de esos libros.

Todos lo escuchábamos hablar de cosas de las que no entendíamos: de un hombre y un niño escondiéndose de otros hombres que querían matarlos solo por comida; de un montón de leones que se habían apoderado de una ciudad; de dos amigos que se habían reencontrado después de muchos años y peleaban por una vieja traición de uno de ellos: uno había amado en secreto a la mujer del otro.

            Alfredo nos hizo escribir un cuento. Yo tenía muchos escritos en la libreta en la que escribía al pez dorado, o lo que yo creía que eran cuentos. A mí me gustaba escribir, era la oportunidad de ser más que un simple intento de jugador de canicas. Entregamos nuestras historias a Alfredo un viernes al salir de clases. El lunes anunciaría al ganador. Me despedí del pez dorado, pegué con mi dedo en el cristal, le pedí que me deseara suerte para que ganara mi cuento.

            Escribí sobre un niño como yo, gordo como yo, que guardaba en la bolsa de su pantalón decenas de canicas de la suerte, y que se perdía una noche lluviosa de regreso de casa de su abuela; la noche en que todas las luminarias de la ciudad se habían apagado, y él no encontraba el camino a casa de sus padres, y era tanta la lluvia que en un charco nadaba un pez dorado que había caído de una ventana; el agua subió y subió y el niño como yo, que apenas alcanzaba el suelo con la punta de sus pies, sin duda se ahogaría, entonces el pez dorado creció y creció y llevó al niño nadando hasta su casa; el niño se soltó del pez y, antes de que se marchara, le dio sus canicas de la suerte. El pez se fue. Las canicas brillaban a la distancia con la luz que salía de las luminarias que acababan de encenderse de nuevo.

            El lunes, como siempre, llegué a clases antes que todos, con mi bolsa de canicas en el pantalón. Las más grandes que había llevado. Alfredo por primera vez ya esperaba en el salón.

Como cada día fui por la comida del pez. Alfredo me miró sin preguntar nada. Llevaba los dedos cruzados, pidiendo ganar. Miré la pecera, el pez dorado flotaba, no abría ni cerraba su boca. Había muerto. A Alfredo tampoco le importaba el pez. A mí no me importó el viernes. Me olvidé de darle de comer y estaba muerto. Solo le había pedido que me diera suerte.

            No podía moverme. Me quedé paralizado. Los demás habían entrado ya al salón. Alfredo nos pidió que fuéramos a nuestros lugares para conocer al cuento ganador. Pero yo no podía moverme. Tavo y Chucho se reían de mí. De aquel gordo paralizado. Empezaron a temblarme las piernas. Alfredo me repitió que fuera a mi lugar. No hice caso. La historia, mi historia, trataba del pez dorado que acababa de morir por mi culpa, maté al pez que en mi historia me salvaba de morir ahogado. Tavo y Chucho no paraban de reír. Pude mover un poco la mano derecha. Alfredo entendió que no iría a mi lugar. Anunció el cuento ganador, el de Tavo.

Tavo se reía tan fuerte que no escuchó su nombre. Alfredo le hizo señas para que pasara a leernos su cuento a todos. Ya podía mover también mipierna izquierda. Tavo llegó al lado de Alfredo, se doblaba de risa, se reía tanto que no advirtió cuando saqué la bolsa de canicas y se la estrellé en su cara con todas mis fuerzas. Las canicas salieron volando junto con un chorro de sangre y un diente de Tavo, que al fin había parado de reír. Algunas canicas fueron a dar al suelo, otras a la jardinera terrosa. Y otras cayeron al fondo de la pecera redonda, donde el pez dorado seguía flotando, golpeándose silenciosamente contra las paredes de cristal.

Lunada
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