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Mientras caminaba por el verde bosque de regreso a casa, la pequeña canasta que llevaba llena de rojas y jugosas manzanas, se rompió y toda esa maravillosa fruta rodó por el piso.

En realidad no me preocupó tanto porque yo no tenía ninguna prisa por llegar a mi destino. Así que, sin revisar la canasta rota, decidí levantar la orilla de mi delantal y comencé a recoger mis manzanas una a una.

Mientras iba avanzando, fui recogiendo algunas otras frutas que encontré en el camino. Me sentía feliz porque mi delantal era mucho más grande que aquella canasta que deje algunos pasos atrás y podría cargar mucho más de lo que llevaba al principio.

Tampoco me importó que el delantal se ensuciara de tierra aunque me lo había regalado mi madre… Ella lo había confeccionado con sus propias manos y en cada puntada llevaba hilvanado un trozo de su corazón. En mi entusiasmo por conseguir más y más frutos, no me detuve a revisar si alguno estaba en mal estado. Fui recogiendo todo lo que encontré a mi paso.

No me di cuenta cuando recogí algunas frutas podridas. Mientras seguía mi camino, lo podrido fue invadiendo las frutas buenas, echando a perder mis manzanas y todo lo demás.

En el camino me encontré un gran manzano cargado de frutos hermosos y me dijo: “tus frutos están podridos suéltalos y toma los frutos que yo te ofrezco”. Yo me negué y seguí mi camino. Más adelante me encontré un frondoso durazno que me ofreció lo mismo. También me negué, aún cuando lo podrido de las frutas que llevaba en mi delantal ya lo estaban manchando horrible e irreparablemente.

El camino era largo. Comencé a sentir cansancio y hambre. Me senté para comer algunas de las frutas que tenía en mi ya muy manchado delantal, pero ya todas estaban echadas a perder. Pensé en regresar, pero al voltear atrás el camino había desaparecido.

La noche estaba cayendo y no podía ver el camino frente a mí. Comencé a escuchar fuertes truenos y a lo lejos se veían rayos caer como anuncio de una fuerte tormenta que pronto me alcanzó. Sentí mucho miedo, me escondí junto a unos arbustos y comencé a llorar hasta quedarme dormida.

Al despertar había junto a mí una simpática ardilla que me había seguido todo el camino sin que yo me diera cuenta. En la cáscara de una nuez me llevó un poco de agua para que me lavara la cara y había puesto junto a mí muchos duraznos manzanas y otros frutos frescos y jugosos.

Entonces escuché una voz que venía de entre las nubes que me dijo con ternura: “con la lluvia lavé tu delantal, con tus lágrimas limpié tu alma. El cansancio hizo que abrieras tus manos y soltaras todo aquel fruto podrido que cargabas, ahora puedes tomar las frutas nuevas que tienes frente a ti y seguir tu camino”.

En ese momento comprendí que, para seguir avanzando, era necesario perdonarme y dejar de cargar culpas pasadas y pesadas.

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