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Hace más de 30 años, cometí un error que cambió mi vida para siempre. Me fui de casa sin decir adiós, dejando atrás a mi padre, que me había criado con amor y sacrificio. Él me suplicó que no lo hiciera, que pensara en las consecuencias, que no me dejara llevar por la rebeldía y la ilusión. Pero yo no le hice caso. Estaba cegado por el orgullo y la pasión. Quería vivir mi propia aventura, sin importarme el dolor que le causaba a quien más me quería.

Mi padre, con lágrimas en los ojos y el corazón destrozado, me dijo: “Lo que nos estás haciendo lo vas a pagar con tus hijos”. Aquellas palabras me sonaron como una maldición, como una amenaza, como un castigo. Me llené de rabia y de resentimiento. Pensé que era injusto que me dijera eso, que no tenía derecho a juzgarme ni a condenarme. Así que me fui sin mirar atrás, sin pedir perdón, sin darle un abrazo.

Pasaron los años y yo formé mi propia familia. Tuve dos hijos maravillosos, a quienes amé con toda mi alma. Les di todo lo que pude, les enseñé lo que sabía, les apoyé en sus sueños. Pero también cometí muchos errores, como todos los padres. A veces fui demasiado duro, otras demasiado blando. A veces los sobreprotegí, otras los descuidé. A veces los hice reír, otras los hice llorar.

Y hoy, uno de ellos me ha dicho algo que me ha roto el corazón. Me ha dicho que se va de casa, que no quiere saber nada de mí, que no le importa lo que yo piense o sienta. Me ha dicho que soy un mal padre, que no lo he entendido ni respetado, que no lo he querido como se merece. Me ha dicho que soy el culpable de su infelicidad, de sus problemas, de sus fracasos.

Y entonces he recordado las palabras de mi padre. Y he sentido un escalofrío en el alma. ¿Será cierto lo que me dijo? ¿Será esta la maldición que me lanzó? ¿Será este el precio que tengo que pagar por haberlo abandonado?

Pero luego he reflexionado y he comprendido algo. Mi padre no me maldijo. Solo me expresó su dolor y su temor. Solo quiso advertirme de lo que podía pasar si tomaba una decisión equivocada. Solo quiso protegerme y cuidarme, como yo he querido hacer con mi hijo.

Y he comprendido también que lo que hoy estoy viviendo no es una maldición. Es solo la consecuencia de las acciones y las reacciones de cada uno. Es solo la manifestación de la libertad y la responsabilidad de cada ser humano. Es solo la prueba de que el amor no es fácil ni perfecto, sino complejo y desafiante.

Así que he decidido dejar ir a mi hijo. No voy a retenerlo ni a rogarle. No voy a reprocharle ni a culparlo. Solo voy a decirle que lo amo, que siempre estaré aquí para él, que espero que sea feliz y que encuentre su camino.

Y voy a pedirle perdón a mi padre. Voy a llamarlo y a decirle que lo siento, que lo quiero, que lo extraño. Voy a decirle que fue el mejor padre del mundo, que me dio todo lo que pudo, que me enseñó valores y principios. Voy a decirle que estoy orgulloso de ser su hijo, que le agradezco por todo lo que hizo por mí, que le pido su bendición.

Y voy a esperar con paciencia y con fe. Esperar a que el tiempo cure las heridas, a que el amor venza al rencor, a que la vida nos dé otra oportunidad.

Porque sé que no hay maldición verdadera que salga de los labios de quien te ha amado como nadie más nunca te podrá amar.

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