La navaja de rasurar se deslizó por la mejilla de don Zenón. Con sumo cuidado, el recio caballero recorrió la filosa hoja desde la sien hasta su barbilla. Y así lo hizo con la otra parte de su cara.
En una pequeña vasija con enjabonadura, sacudía el sobrante lleno de pelos. Con sus dos manos tomó un poco de agua y procedió a lavarse.
Se miró al espejo, su piel había perdido lozanía, debajo de sus ojos, dos protuberancias.
El tiempo no lo perdonó. Al sonreír, se apreciaba la carencia de sus piezas dentales. Únicamente relucían dos colmillos. Así como su rostro, lleno de surcos. Ahora tenía 75 años.
Después de pasar la mayor parte de su existencia en el campo, por causas de la pandemia, don Zenón fue llevado a la ciudad a la casa de su Hija Eneida. Cosa que no fue fácil. Con artimañas, la heredera supo decirle a su padre que debía dejar el campo y que ahora estaría de vacaciones. El viejo campesino no asimiló de muy buena gana esta idea.
Él, juró ante el cadáver de su difunta esposa, veinte años atrás, no salir del rancho en donde alguna vez fue muy feliz a lado de su mujer y su única hija. Don Zenón no sabía de tecnología ni de artefactos modernos. Mucho menos de celulares y otros aparatos. En su parcela, contaba con tan solo un pequeño radio AM, y FM. Aunque poco le gustaba escuchar las noticias, se enteraba de lo que sucedía fuera de ahí por su compadre Victorino.
En múltiples ocasiones, Su compadre charlaba con él y le preguntaba por qué no se volvía a hacer de otra mujer. Él respondía que ya para qué, si llegara a tener otra, solo lo querría por interés, y le quitaría sus bienes, prefería estar solo. Después de rasurarse, Don Zenón se puso a husmear entre las cosas de su hija. Miró revistas, periódicos y uno que otro libro sin interés. El sonido de una portezuela en la calle lo tomó desprevenido. Se acercó a la ventana e hizo a un lado la cortina. Cuál sería su sorpresa al ver a una mujer todavía de muy buen ver descender de una camioneta.
Al verla, su instinto masculino recorrió su avejentado cuerpo. Los ojos parecían salirse por tan solo mirar a aquella dama. Rápidamente, salió de la casa y fue hasta donde ella estaba. Le ofreció ayudarle con las bolsas, no sin antes presentarse y decirle que serían vecinos por un tiempo. La mujer, con una chispa de coquetería, le daba coba a aquel señor que su cara era ya otra. Charlaron por espacio de 10 minutos hasta que llegó Eneida e invitó a su padre a entrar a casa, era hora de la comida.
Al verlo tan emocionado, la hija intentó pasar desapercibido ese momento, pero don Zenón, le contaba santo y seña de la charla. Eneida le comentó a su padre que doña Rosalía tenía poco de enviudar y que ahora vivía solita en el departamento de al lado. Ella contaba con 56 años.
Posteriormente, la química entre ellos dos era tal que solían pasarse las horas charlando en el kiosco de la unidad habitacional. Hasta que un día don Zenón se atrevió a decirle a Rosalía su sentir. Ella, tomó con recato las palabras, y aceptó la proposición. Él se acercó a ella y le propinó un beso en la frente, con astucia lo regresaba, pero ahora en la boca de aquel señor que rejuvenecía cada vez que estaban juntos. Las manos de ambos se entrelazaron notando Rosalía el nerviosismo de su ahora nueva pareja. Después de despedirse, programaron otra salida.
Don Zenón era presa fácil de aquella mujer citadina, no le preocupaba que le quitara su dinero o conocer las intenciones que tenía, ahora su ilusión era estar con su nueva pareja de otra forma. Hacía mucho tiempo él no tenía relaciones sexuales, y pensó debía ir preparado para lo que se ofreciera. Tomó un poco de dinero de un pequeño morral donde tenía sus ahorros y se los echó a la bolsa de su pantalón. Y enfiló a la farmacia más cercana.
Al ingresar al lugar, se detuvo unos instantes, había mucha gente con cubrebocas esperando turno, por un momento se arrepentía de ir a comprar preservativos, pero debía de cuidar a la dama, por cualquier eventualidad. Y justo cuando salía de ahí, un dependiente le informaba que pasara a la siguiente caja en donde lo atendería una chica joven. Con mucha pena, don Zenón llegó, su frente empezaba a segregar sudor, y su voz tartamudeaba. La chica se ofreció a apoyarlo y preguntó qué deseaba.
Él, únicamente quería unos preservativos. A lo que la empleada inicio así. – Muy bien señor, ¿quiere preservativos delgados, muy delgados o supersensibles?, contamos con una variedad de tamaños, así como de colores, lo quiere con anillo vibrador o con lubricante extra para retardar el efecto, No sé si usted los quiera de sabor, hay de plátano, fresa, chabacano, fresa y menta, así como cereza y kiwi.
Cuando terminó de decir esto la señorita, don Zenón cuestionó, -Oiga señorita, si solo quiero hacer el amor, no prepararle aguas frescas a mi compañera, por favor solo deme uno de los normales. La chica se empezó a reír y le despachó un paquete de tres preservativos. Don Zenón, incrédulo y alzando la voz, dijo: -Tú te estás burlando de mí, ¿crees que a mi edad podré hacerlo tres veces?, ¡yo solo quiero uno! Dijo tajantemente el viejo campesino. La chica no paraba de reírse.
Ya más tranquilo Don Zenón retornó a casa, donde lo esperaba Eneida. Tristemente, la hija le comentaba a su padre, Rosalía había salído de urgencia del país, ya que su hijo Roberto, quien vivía en Estados Unidos, había sufrido un percance. Don Zenón se llevó su mano al pantalón, agarró el paquete de preservativos y lo tiró en el baño, creando una enorme taza de agua de frutas de sabores, puesto que la chica de la farmacia se equivocó de envoltura. Ahora, ya no era necesario ocuparlos.
Edgar Landa Hernández.