Les voy a contar algo sobre mí: estoy aprendiendo a vivir.
Era de madrugada y hacía frío. Estaba recostada dentro de mi casa de campaña y aunque el lugar por su naturaleza era espectacularmente tranquilo y sereno, en mi cabeza había un remolino que acompañaba un hueco en mi pecho. Era un dolor como cuando pierdes alguien que amas. ¿pero por qué me duele? ¿De dónde viene este dolor?
Me había propuesto tener un fin de semana sanador con plantas de poder y estaba lista para vivir una experiencia importante, pero no funcionó como yo esperaba… Entonces resonaron esas palabras: “Como Yo esperaba”.
El sufrimiento por no tener el control de esa situación me estaba causando una gran incomodidad.
Noches atrás tuve un sueño, en el que los honguitos (niños santos) me decían que para no sufrir en dicha experiencia tenía que entregarme, que si me resistía, sufriría. En ese momento lo interpreté de un modo y ahora en ese entendimiento reconocí lo doloroso que pueden ser las expectativas que a veces ponemos en nosotros, desde la exigencia de nuestra personalidad, desde el ego, desde lo que forzamos a ser sin permitir que las cosas simplemente sean. Solemos ser severos y a veces nos tratamos con tal exigencia que perdemos la claridad.
Supe entonces, que la única manera de quitarme ese dolor, era soltar todo, soltar a esa persona que quería ser y hacer, soltar incluso la creencia de cómo las plantas medicinales tenían que hacer su trabajo en mí.
Esa noche decidí morir para dejar de sufrir, al menos esa parte de mí, reconociendo que el origen de ese dolor en mi pecho, era causado por mi propio entierro.
Me vi en mi velorio, desprendiendo esa parte de mí, borrando la imagen preconcebida desde la secreta y engañosa mentira del ego.
Somos una cultura que celebra la muerte, sin embargo, en las nuevas formas de vivir, nos da tanto miedo “perder”, “morir” , “sufrir” que nos han enseñado a temerle a ello tanto como a nuestras sombras, porque nos cuesta mucho soltar las viejas formas y costumbres con las que hemos vivido desde que nacimos; y no las soltamos tan fácil aunque estas ya nos ahoguen y nos queden estrechas.
Tenemos miedo a ponerle fin a esas estructuras primitivas y forzadas, tenemos miedo a soltar personas que sabemos nos hacen daño, tenemos miedo de cometer errores y de entrar en el caos que implica perder el rumbo. Nos da miedo cerrar ciclos y entender que a veces nos toca despedirnos, porque el amor también es eso. De ahí el control, de ahí esa necesidad de apretar hasta con los dientes lo viejo porque creemos que si no todo sería un desastre.
Ese miedo y ese dolor que acompaña al conflicto y el caos es un abrevadero del que pueden surgir nuestras sombras más terribles e implacables. Pero, ¿por qué tememos ver esa parte de nosotros? ¿por qué no sabemos enfrentar a nuestras bestias cuando rugen y muestran sus dientes terribles?
Nombrar la muerte es también reafirmar nuestro deseo de vivir… somos seres cíclicos que nacemos y morimos en la danza de la espiral eterna, y en ese vaivén la muerte y la pérdida de un ser querido o de alguna parte de nosotros, es algo para lo que no estamos preparados, y que nos lleva a un largo proceso de la ausencia y la despedida, porque el duelo es personal y a veces es colectivo, es emocional, físico y social.
Atravesarlo es fundamental para poder darle sentido a la existencia propia.
Nacer y morir son procesos sagrados que tienen una resonancia profunda en nuestra familia, en lo social, en la comunidad y en el territorio. Cuando un bebé nace la familia lo celebra, cuando un miembro de ésta se pierde, lo acompañamos en su tránsito a lo desconocido. Del mismo modo y con la misma empatía debemos enterrar lo que ya no nos sirve, entregar a la tierra todas las versiones de nosotros, porque nuestros cambios personales también repercuten en nuestros círculos sociales más cercanos y también requieren de un proceso de duelo.
La muerte es lo más seguro que tenemos y en ese reconocimiento, es saber que en algún momento tendremos que confrontar ese dolor que conlleva el cambio y aceptar esa hermosa transformación que nos viene a mostrar que la vida es infinita, que la esencia del ser es indestructible y que lo único que cambia de forma es la materia para poder dar paso a la nueva manifestación.
De nuevo en mí, dentro de la casa de campaña, la noche oscura había quedado atrás. Escuché con atención los sonidos del nuevo amanecer: las aves que despiertan con sus cantos sagrados, y lo son porque los emiten sin juzgarse sin cuestionarse si son armónicos o agudos, simplemente nacen desde lo más natural de su ser.
La casa ya estaba iluminada por el sol y yo sabía que algo en mí había cambiado.
Mi corazón repetía: confía, confía, confía y agradece eso que ya te dolió, esa vieja máscara que ya no te quedaba bien, dale la bienvenida a lo que viene sin expectativas. Camina de nuevo, pero esta vez desde lo que sientas en tu pecho y en tu respirar.
A mi lado dormía mi compañero, ese hombre amoroso, que mirándome a los ojos supo que algo había cambiado esa madrugada para los dos. Al verlo recordé que no estamos solos en este camino, muchos hermanos y hermanas de alma de muchos lugares distintos nos acompañan en las distintas etapas de la vida, en un tránsito temporal hasta que el propósito del encuentro esté dado.
Llegó la hora de recordar: la muerte nos lleva siempre a un nuevo renacimiento. Y mientras tanto, yo sigo aprendiendo a vivir.
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