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                                               Y de nuevo surgió la flor

El tiempo lo cura todo y esta vez no fue la excepción. En medio del cobijo y de la cristalina gota que da el rocío, la rosa de nuevo volvió a surgir. Aparentaba que su color insípido y demacrado daría seguimiento a una lenta e indudable agonía, luchaba entre sus pétalos por permanecer erguida sin apenas poseer fuerzas para ello. Su tallo ahora era de un tono que escapaba de sentirse observado por los transeúntes que a diario pasaban por aquel majestuoso bosque.

 Durante un tiempo se olvidó de sí misma, de prodigar el color rojo que tanto aprecio se le había tomado, pero que ahora había olvidado de una forma que no se podría explicar, sólo era una más entre la hierba, ¡quizás ya nadie volteaba a verla! Ni aun los pequeños abejorros que a diario convivían junto a ella y les daba de probar del néctar que despedía cada mañana al salir el sol. La mayoría se preguntaba qué le había sucedido a aquella majestuosa rosa roja que antes era la razón de pasar a observarla y deleitarse de su aroma y de sus vivos y copiosos colores que sin ton ni son acariciaban entre el mimo de un ser divino plantado entre florecillas diversas haciendo gala de su hermosura.

 Nadie decía nada, solo apenas se veía desde lo más lejos, siendo una más del paisaje de verdor que sin llegar a cautivar se atestiguaba solo como un vecino del aquel bello paraje. Ahora ya no era roja, ahora era transparente como las mismas alas de las libélulas que pernoctaban a pasar la noche postradas en ella, el respeto se había acabado. Algo había sucedido para que aquella flor ahora solo se viera marchita y sin vida solo a la espera de caer y ser una más de las hojas que el viento se lleva y sirven tan solo de abono en el camino.

Y así transcurrió un tiempo más hasta que un día, ¡ya no pudo más! Su tallo endeble parecía quebrarse, sus pétalos se habían caído todos, solo quedaba uno, pero se aferraba a la vida, quería mantenerse ahí, colgado, aún no era el tiempo de partir, sacaba fuerzas de flaquezas y así continuó durante dos días más. Sólo el roble era capaz de entender lo que le ocurría a aquella diminuta florecilla, sabía que lo que necesitaba era solo atención, y llenarla de dulzura, tal como lo hacían antes los jardineros que acudían a darle el mantenimiento cada ocho días, pero que ahora se habían olvidado de ese pequeño pulmón citadino.

 Y cuando estaba a punto de caer el último pétalo, el gran roble extendió una de sus grandes ramas y le dejó caer unas gotas del sereno para refrescarla, parecía que no era ya necesario, fue entonces que el viejo árbol la cobijó y le prodigo´ el cariño que le hacía falta. Y así sucedió día tras día hasta de nuevo encontrar a la rosa firme, aún descolorida, pero de una forma que ya no era la misma de antes. Eran las mañanas en donde el gran roble soplaba sobre la pequeña y le daba la alegría de saberla motivada por de nuevo recomenzar una vez más y sobrevivir en ese paisaje que era su hábitat, su hogar y así se lo hacía saber el gran madero que la custodiaba noche y día.

 Por las noches la arrullaba entre el sonido de sus ramas y ella se dejaba querer entre lucecillas de luciérnagas y sonidos de insectos que hacían aún más esplendorosa la noche, tan solo con la luna por testigo. Poco a poco ella fue cambiando, ahora su tallo era de un verdor sin igual, se había transformado en una flor fuerte, llena de color y de fragancia, sus pétalos eran excelsos, del color del carmesí y del aroma de la mañana, el roble sabía que había logrado lo que en su ser se había propuesto, hacerle saber a aquella rosa que también pertenecía a este mundo y que si continuaba viva era por una causa y así lo concibió ella.

Lo que el roble hizo fue solo hacerle recordar a aquella pequeña flor lo especial que era no solo para él, sino para todos los habitantes del bosque, para los que llegaban a visitarlo de vez en cuando. Y fue así como la flor volvió a resurgir, volvió a su origen, pero que había olvidado cuál era su misión, ahora era la atracción una vez más del espeso bosque y siempre al lado del roble que llegó para compartir con aquella hermosa roja.

Edgar Landa Hernández.

¡INFIDELIDAD... caras vemos, chats no sabemos!
La ciudad mítica, capítulo 2

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