El aroma de flor se esparce en el ambiente. Racha de evocaciones dentro de una retentiva que prevalece aún en los años.
Regresan los deudos, memorias que confabulan dentro de espectros y poemas sentidos, crestas de sentimientos que palpan el cielo.
Los lamentos se ausentan, el rostro sonríe nuevamente, diálogos que corresponden en medallas que cuelgan del cuello.
El chocolate hierve, el halo de esperanza es notorio, sabor de tamal con rajas, de abrazos no dados en tiempos de cólera.
Los suspiros son una mascarada pálida con olor a fieles difuntos. El escenario es música de viento salido del templo.
Tiempo de vals, danzas que nos abandonan por tan solo un breve segmento, letanías sin destinatario fijo, cartas de olvido de lo que alguna vez fue.
La muerte llega sin ser invitada, se recuesta en mi lecho y me mira con recelo, ¿deseará llevarme con ella?
Tiempo de conjunción familiar, se ofrece lo que en el corazón habita, momentos de gozo, de anécdotas enmarcadas en gestos escritos en sangre.
El silbido del viento penetra entre las rendijas del dolor.
Se reflexiona lo que se ha engendrado, dentro de un epopéyico estado astral.
Huele a copal, entre flores de cempasúchil y moco de pavo, parodias de felicidad que no todos dan por sentado.
Las copas pletóricas rebosan de olvidos, visitantes, memorias y penas,
Ha llegado la fiesta de todos los santos.
Edgar Landa Hernández.
