Tres días con sus noches estuvo ahí. Cuando la sala estaba vacía y cuando estaba llena de gente que iba para acá y para allá sin cesar. Y a nadie parecía incomodarle. Llegó una madrugada a verme en una visita de cortesía y aunque en ese momento no le pude ver supe que se trataba de ella.
Contrariamente a lo que podría haber tenido como lo más natural no sentí terror, no pude pensar cosa alguna tampoco. Consideré después que quizá ésta forma suya de proceder es mejor; que nunca pueda verse venir, que no se la pueda ver llegar, que su presencia no sea ostensible y ominosa, será mejor acaso solamente tener la certeza de encontrarse en sus dominios, me dije.
Se acercó decididamente y la fuerza de su presencia me provocó tan intenso malestar y náusea que me hizo volver el estómago. Me abrazó como una constrictora, envolviéndome en un manto oscuro y me quedé sin aliento. Después sólo me sentí humilde y manso, dejándome conducir de la mano, en calma hacia la nada.
Después de un tiempo volví a respirar, escuchaba voces lejanas y el ruido de la actividad acelerada, casi frenética, de personas alrededor y máquinas funcionando que emitían pitidos y zumbidos, pero yo aún no estaba presente. Me llamaban:
– ¿Me escuchas? ¡Abre los ojos!
No podía hablar, ni siquiera balbucear sino apenas emitir quejidos, como gruñidos, como bufidos de un toro de lidia con el estoque clavado, como una orgullosa bestia otrora poderosa pero herida mortalmente.
– ¡No intentes hablar, abre los ojos! – me decían, pero no podía seguir sus instrucciones, escuchaba entonces que volvían a su actividad.
Otro tiempo después pude volver y ver de nuevo, desperté para encontrarme confinado en un rincón, en una habitación de paredes blancas donde lo único que había era la cama en que yacía tumbado y todos esos aparatos que continuamente pitaban y zumbaban y a los que con cables y manguerillas estaba conectado.
Descubrí entonces la razón por la que no podía hablar; un tubo insertado en mi boca que pasaba por mi garganta hasta la tráquea y que estaba conectado a una máquina que me insuflaba oxígeno y prácticamente respiraba por mi. Había algunas personas desconocidas alrededor que me hablaban pero yo no les podía tener en cuenta porque fue entonces que la vi y captó toda mi atención.
Fuera del cuarto había una sala más grande y al fondo un pasillo corto y una puerta.
Cerca de esa salida yacía de pie, inmóvil, en actitud reflexiva, frente a una pared donde había unas imágenes y unas palabras escritas, vestía una bata blanca y larga como una túnica y portaba un estetoscopio al cuello, estaba con la cabeza gacha que sostenía con su mano derecha huesuda casi cerrada en un puño apoyado en la barbilla que tenía como atrapada entre el pulgar y el índice flexionado mientras mantenía el otro brazo cruzado sobre el pecho y sobre esa otra mano el otro brazo.
Nadie le veía más que yo. No a las diez de la mañana cuando el lugar gozaba de una relativa calma, no a medio día en que por el cambio de turno el servicio era un pequeño bullicio, tampoco a las tres de la mañana en que discretamente la mayoría del personal se retiraba a dormir un poco.
Como cuando vino a mí, no sentía miedo sino una incertidumbre incómoda, por lo que la vigilaba continuamente, expectante, porque sabía que estaba a salvo mientras aquél personaje que algo parecía negociar cavilaba, y que si giraba la cabeza en dirección hacia mí, ahí acabaría todo.
Después de tres días de haber despertado volví a sentir su presencia, de madrugada otra vez.
Ahora se retiraba y, como cuando llegó, no se dejó ver por mí.
Sólo puedo decir que la sentí despedirse socarronamente y me dijo: “En otra ocasión será… hoy no… hoy no…”.
Y se fue llevándose el tubo endotraqueal y la sonda nasogástrica.
Dos días después me trasladaron de la Unidad de Cuidados Intensivos al servicio de Medicina interna y otros dos o tres días después fui dado de alta del hospital.