Domingo. Me levanto intentando recordar un sueño que nunca acabo de recordar. Abro las cortinas. El silencio de la calle es ensordecedor. En cambio entra por la ventana el ruido de los seres del aire, esas aves revoltosas que han venido a llenar nuestros días y nuestras noches con sus cantos que comienzo a identificar. Algún vecino golpea y golpea. Lo imagino arreglando alguna puerta que hace años espera por ser reconstruida. Las avispas han comenzado a hacer su nueva casa muy cerca. Mientras escucho estas sinfonías me preparo el café. Otro día más en casa. En la inevitable ansiedad por actualizarme decido tomarme un día sin conectarme a internet. Apago mi aparato, también la computadora. Ya no hay forma de que la información me enrede en sus piernas y me deje atrapada la mañana entera y hasta entrada la tarde, cuando finalmente movida por el hambre me prepare el almuerzo. Son apenas las 9. ¿Qué haré ahora con todo este tiempo por delante? Me paro frente al librero. Cierro los ojos y saco un libro al azar: Virginia Woolf, Las Olas. Confieso que nunca lo leí. Entonces me tiro en el sillón y comienzo la primer hoja. El sol aún no se había alzado…
Virginia me ha enredado en sus piernas y el hambre me rescata. Página 92.
Decido prepararme una torta. Me paro frente a la ventana tras las cortinas, ahora inútiles. No pasan coches ni personas. Allá veo un perro. Los árboles comienzan a mostrar su hermoso y siniestro plan de volver a conquistarlo todo. Las bugambilias han sitiado la calle. Me imagino saliendo a recostarme sobre ellas. Una cama de flores donde hacer el amor con Virginia. Pero no me atrevo. En cambio abro las cortinas, abro la ventana siempre cerrada por la contaminación, y entra el aire a limpiar la casa. La brisa me da de lleno en la cara y respiro profundamente sintiendo la invitación de la naturaleza por salir de aquí.
Página 167. Me enamoré. Virginia me tiene atrapada. Nunca había leído tanto en un solo día. Mientras salgo de su embrujo moviéndome como un animal que acaba de despertar de su hibernación me doy cuenta de que el mundo sigue ahí, con sus números, sus estadísticas, sus alertas y su control. Sin embargo lo he olvidado. Me acerco a la ventana de mi habitación. La abro también. Puedo ver la pileta de algún vecino. Vacía e invitándome a sumergirme en su agua clorada perfectamente limpia y trasparente. Me acuerdo de Charly saltando de ese hotel. Volaría hasta esa pileta de la mano de Charly. Volando como aves revoltosas escapando de alguna realidad que he olvidado.
Comienza a atardecer.
El cielo está especialmente hermoso, aunque intuyo los demasiados hermosos atardeceres que me he perdido y tomo una decisión muy importante y muy profunda que espero no olvidar. Me prometo ver todos los atardeceres que pueda cada día de lo que me queda de vida.
A la noche Virginia me volvió a atrapar. Y esta vez no me soltó hasta que terminé de leerla. Me he quedado despierta pensando en los finales. Boca arriba escucho los sonidos del mundo entrar por mi ventana abierta. Haber apagado mis aparatos me revelaron un día único, un regalo. Uno que yo misma me he brindado. Creo que han entrado por las ventanas todas las aves nocturnas de mi calle. Ahora vuelan dentro de mi casa mientras yo sueño que también vuelo con Charly y Virginia. Un sueño que seguro no olvidaré.