“Que llegue donde tenga que llegar, que dure lo que tenga que durar”
Cuando escuchamos la frase: “la vida son momentos”, podemos creer que nos queda clara, pero en realidad desconocemos lo que implica.
Para comprenderla hay que darnos cuenta de que vivimos en una red de interdependencias, conectados en el ir y venir de la vida, donde nos cruzamos con infinidad de personas que pueden aportarnos algún tipo de alegría, sufrimiento o aprendizaje.
En estos encuentros perdemos de vista la historia personal del otro; omitimos sus vivencias, experiencias, creencias, y muchas veces lo juzgamos sin saber lo que lo ha marcado.
Incluso adoptamos esta actitud con la persona que amamos, sin advertir que ella interpreta la realidad de manera diferente, que ve el mundo con otros lentes.
En la dinámica de la vida la impermanencia es la constante. Todo cambia, nada es para siempre, aunque actuamos como si fuera lo contrario.
He aquí la complicación existencial: no reconocer este principio. Deseamos que nada se mueva, sobre todo en las relaciones de pareja. Nos creamos todo tipo de expectativas y dejamos de disfrutar momentos valiosos e irrepetibles.
Si dejamos de “futurear” podremos aprender a vivir esos instantes al cien por ciento, porque no se van a repetir; jamás volverán y después los estaremos añorando.
El otro es otro, no pretendamos que nos dé aquello que necesitamos. Hacernos responsables de nuestras carencias afectivas y trabajarlas es como podremos vivir con mejor bienestar emocional. Hay que aceptar que nadie tiene la obligación de querernos, o acompañarnos.
Casi todo lo que hay en la vida se puede volver a obtener; sin embargo, nunca podremos conseguir más tiempo. Reconsiderar la forma en que lo empleamos es generar conciencia de no perderlo.
El tiempo es nuestro bien más preciado, pero, paradójicamente, suele ser muy poco valorado.
