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Ramiro entra a la recámara, en silencio, más serio de lo habitual. Andrea ansiosa desea
mantenerse así de cautelosa, no quiere que en la habitación se escuche nada, ni siquiera la
respiración de ellos dos.
Mientras más crudo el silencio, la tensión se acrecienta.
Segundos pasan y ella siente el corazón palpitante en la laringe.
¿Cuál de los dos lo romperá? ¿Cómo iniciar una conversación tan difícil? Una más.
Un pequeño sollozo sale de la garganta de él. Y de ella, solo una lágrima del ojo izquierdo.
Ramiro se da la vuelta, no puede verle a la cara.

—Lo siento, no quise fallarte –
Y tras decir esto, Andrea se acerca a Ramiro, con ambas manos tomándolo por los hombros.
Él de inmediato se sacude, no desea sentir esas manos sobre su cuerpo, esas manos malditas
que fueron capaces de acariciar a alguien más, fingiendo que él no existía.

—Una más Andrea, una más. –

—Sabes que no quise hacerlo, fue algo que hice sin pensar, lo siento. Perdóname. –
Ramiro siente su corazón agonizante. No encuentra explicación lógica a un “fue algo que hice
sin pensar”. ¿Hablarlo con ella? ¿Para qué? ¿Acaso deberían de meterla a ella a un manicomio
porque realiza determinados actos en los cuales se excusa en haberlos hecho sin pensar? ¿En
qué momento pierde el control de sí misma para hacer cosas que según ella “no quiere
hacer”?
Pero, ¿qué hacer? No es la primera vez que pasa. A Ramiro le costó uno y el otro la primera vez
que sucedió, y ¿otra vez?

—No. – Dice Ramiro.
En su mente no encuentra respuesta a tantas dudas. Otra más e irá escalando. Otra más y
estará mermando su amor propio.
Y es en este tipo de situaciones donde, es mejor dar las gracias por lo vivido, que el infierno
que vendrá después.

Gárgolas la atacaron en su recámara
Maldita la hora

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