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¿Soy sólo yo, o se está volviendo más loco allá afuera?

Joker

Las pantallas son una plaga que invade nuestro tiempo libre; el trabajo, un veneno necesario. Vivimos entre publicidad. Compramos apps, comida, ropa, autos, boletos de cine, alcohol… para ser felices.

Los días cada vez son más largos y la existencia se nos hace corta.

¿No se suponía que somos la generación de humanos más privilegiada?

Tenemos internet y televisores que responden a comandos de voz. Estamos en la cumbre del progreso tecnológico, y, aun así, no hemos podido erradicar la pobreza, las enfermedades ni la violencia.

Encima, tenemos que lidiar con el cambio climático. Así pues, habrá que preguntarse: ¿la humanidad va, realmente, por buen camino? 

Las distopías ya nos planteaban esta interrogante desde hace algún tiempo. El término se remonta a 1516 cuando el filósofo Tomás Moro escribe Utopía —palabra originaria del griego uo, no, y topos, sitio, que se puede traducir como “lugar que no existe”—, donde se describe una isla ficcional y el modo de vida perfecto de sus habitantes, quienes gozan de una armonía y justicia inquebrantables.

Sin embargo, es hasta principios del siglo XIX que surge la distopía, como opuesto conceptual. En un mundo devastado por la guerra, donde la ciencia era utilizada para fabricar armas, las revueltas nacionales estaban a la orden del día, y el aprecio por la vida humana parecía quedar enterrado bajo la segunda revolución industrial y la instauración de los nacientes regímenes nazis. 

Distopía significa, literalmente “paraje malvado” —dys, malo, y topos, lugar— y el género engloba aquellas historias en las que se habla acerca de futuros indeseables y poco alentadores, donde la miseria humana es el pan de cada día.

Blade runner 2049, The walking dead, La naranja mecánica, Divergente, Las intermitencias de la muerte, entre otras, son ejemplos de distopías.

El objetivo de este tipo de obras es devolvernos a la noción básica de la naturaleza humana, es decir, nos arrojan durante toda la trama preguntas como ¿Qué nos hace seres humanos?, y ¿bajo qué condiciones merece alguien estar vivo? 

Hay muchísimas distopías, de todas formas y colores, en lo formatos más variopintos. Están en la literatura, el cine, los cómics, y las series. Tratan el tema desde muchos ángulos, por ejemplo, algunas de ellas hablan sobre qué pasa después de la destrucción de la sociedad moderna (como los últimos filmes de Terminator) o tienen de fondo un escenario distópico donde se desarrolla la trama (tal es el caso de Zombieland).

Sin embargo, vamos a analizar, la importancia de aquellas distopías literarias que se desarrollan en torno de una sociedad futura y funcional, donde priman los valores de progreso científico y tecnológico para asegurar la felicidad de sus integrantes. En esta categoría reconozco —y recomiendo— a tres clásicos del género: Fahrenheit 451, de Ray Bradbury; 1984, de George Orwell, y Un mundo feliz, de Aldous Huxley.

En las sociedades de pesadilla, como las he bautizado, la distopía plantea una realidad donde los discursos ideológicos son llevados al extremo, hasta llegar a sus consecuencias más radicales, derivando en la pérdida de identidad, en la restricción de libertad y en la desintegración de nexos sociales —desde el amor hasta la camaradería—. Dichas narrativas nos ayudan a explorar acerca de los peligros potenciales de prácticas, conductas e ideas sobre las que se erige nuestra sociedad y nuestra forma de vivir día a día, que podrían dar pie a la conformación de sistemas injustos y crueles. Algunos tópicos recurrentes son la dependencia tecnológica, la manipulación de la información, la sobrecarga de noticias, el consumismo, el abuso de sustancias para desinhibirse de la cotidianeidad, el control estatal, el socialismo, el capitalismo, etcétera.

La importancia de rescatar estas lecturas es poner en tela de juicio la proyección del tipo de sociedad que pretendemos construir y de los valores que imperan en la consecución de esa meta. Se trata de reflexionar acerca del sistema —entendido como la política, la economía, la cultura y la forma en que nos relacionamos—, no sólo de entretenernos pintando futuros pesimistas, sino de ampliar nuestro entendimiento de la realidad social que vivimos. Así, se nos presenta un dilema ético sobre el progreso general y sobre nuestra misma condición humana. 

Por otra parte, es inevitable no hablar de la connotación política y reivindicativa que traen consigo este tipo de narrativas. Ya decía André Comte-Sponville que hacer política “se trata de ser egoístas juntos”, es decir, conciliar nuestros intereses personales en pro del bien colectivo. Sin embargo, esto nos plantea una disyuntiva ¿qué tanto de nuestro yo individual estamos dispuestos a perder en favor del bien común?, y si acaso tenemos alguna defensa real de nuestra singularidad como personas frente al Estado. Esta contraposición de individuo vs. sociedad nos habla sobre el deber de los ciudadanos para cuestionar nuestra situación y de los mecanismos de represión que existen en cuanto la protesta e inconformidad que reproduce el poder para seguir ejerciendo control. 

En “De la utopía clásica a la distopía actual”, Luis Nuez Ladeveze compara y analiza La ciudad del sol con 1984, y se da cuenta de que ambas comparten las mismas peculiaridades. Así, concluye que no existe distopía sin utopía. El pensar, consideran algunos, es la fuente de la infelicidad; no lo creo así. La duda, destruye utopías, sí, pero nos permite gozar de nuestra individualidad fuera de los esquemas impuestos. El cuestionamiento es el primer paso a la libertad; los lugares idílicos no son posibles, pero el vivir aferrados al dogma de un modelo de sociedad perfecta puede conducirnos a la construcción de sitios horribles. Parafraseo a Gandhi: “no hay camino para la sociedad perfecta, la sociedad perfecta es el camino”.

Reminiscencia de una vida pasada
No sé qué estudiar

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