No es lo mismo observar la ciudad de día que de noche. Diferentes escenarios, una gran diversidad de actores que pululan en un ir y venir de una manera rápida. Por la noche menos gente, escasos sonidos que a la luz tenue hacen de la suyas convirtiendo la noche en remembranzas, en estados de pleitesía al son de taconeos de zapatillas que algunas damiselas suenan al subir las banquetas. Justo a un costado del puente de Xallitic.
Mi ciudad me enamora, y más cuando observo y puedo descubrir nuevas cordilleras de casas.
A lo lejos, múltiples fisonomías arquitectónicas que dan realce a una ciudad que dejó lo campirano y poco a poco se ha convertido en una ciudad cosmopolita. Desde lo alto del puente de Xallitic se aprecian los lavaderos, a un costado sus enormes arcos que aguardan vigilantes a transeúntes despistados, o uno que otro turista que se deleita la pupila con sus incontables jardines llenos del verdor que da la vida.
La altura del puente es amplia, no sé cómo hay personas que han decidido saltar desde ahí. La vista se torna emblemática, digna de un cuadro costumbrista, sitio de inspiración de poetas y trovadores que toman lo que es suyo y lo convierten en poemas que serán declamados al oído de su amada.
Las manecillas del reloj continúan su rumbo, cada segundo se multiplica y cuando miro, ¡ya son casi las doce de la noche!. Y la gente continúa caminando por la céntrica calle de lucio. Una pareja se da su tiempo y se detiene a observar, mientras los deseos arremeten contra ellos y fraguan en el beso ¡el amor inequívoco de los enamorados!.
Me gusta cuando todo está en absoluto descanso, con una pizca de silencio. Cuando las cosas hablan y yo las escucho, hay ocasiones que me pierdo en la forma que los seres humanos creamos. Me gusta saborear de lo que veo, de lo que escucho y sobre todo de lo que va más allá de mi imaginación.