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Al empezar la segunda década de este siglo, buenos aires entraron a los hogares de los primos Fournier, apellido de origen francés, de parientes inmigrantes, que habían sentado sus reales en un pueblito cafetalero a dos horas de distancia del Puerto de Veracruz. Como cualquier familia tradicional, con frecuencia se reunían para verse y conversar sobre temas triviales y otros que tenían que ver con asuntos de ellos y de la comunidad. La mayoría se dedicaba al comercio, aunque seguido platicaban con nostalgia de las fincas de café que pertenecieron a sus ancestros, las cuales fueron vendiendo poco a poco, incluyendo sus propiedades urbanas. Esa historia común y que les era común a los Fournier, muchas veces se le escucho a la Tía Julieta, dueña de una privilegiada memoria y una cautivadora forma de contar sus vivencias, propias y ajenas.

Al pasar de los años la Tía Julieta, también de estupendo sazón en la cocina, se fue transformando en una extraordinaria narradora de aventuras fantásticas.

Esas eran añoranzas recurrentes que les causaba emoción, orgullo y los remontaba a mejores tiempos de la familia. Como ocurre con gran cantidad de familias de épocas pasadas, del México que no volverá, los Fournier se dispersaron, unos se alejaron, algunos se separaron y otros  más tarde regresaron.

Esa noche se reunieron en una cafetería del centro. Estaban los mismos de siempre, los asiduos, los cercanos, los solidarios en las buenas y en las malas. De pronto alguien introdujo un tema inesperado, la situación del Asilo de Ancianos, ubicado a dos cuadras del Parque.

A los oídos de la prima Sofía, propietaria de un concurrido Restaurant, había llegado la versión por varios comensales, de la desastrosa condición en que vivían los inquilinos de ese albergue.

Según los comentarios,  los viejos, habitaban en un lugar insalubre, sin las condiciones mínimas de higiene, desnutridos por una pésima alimentación y maltratados por un personal improvisado para su atención, y lo peor, una administración omisa y corrupta. Por los rumores de vecinos del asilo, se supo que las donaciones en efectivo y en especie para el sostenimiento de las instalaciones y la manutención de los ancianos, eran desviadas o sustraídas por los mismos administradores y empleados. Se decía que había un Patronato que se hacía cargo, pero era notoria su ausencia. No se sabía si todavía existía y funcionaba. Estaba integrado por gente pudiente del pueblo, bajo los auspicios también de la Iglesia Católica.

El panorama no era menos que aterrador.

Entonces los Fournier tomaron la decisión de poner manos a la obra. Un solo afán los movió, el deseo de colaborar para dar un rato de alegría a los huéspedes del refugio. A partir del sábado siguiente, llevarían por la tarde alimentos para la merienda de los  ancianos. Atole, tamales y pan sería el menú. Alguien se encargaría  del contacto con los directivos y el permiso correspondiente. No hubo mayor problema, se trabajó en los preparativos, todos aportarían y estarían en la visita a la modesta Casa de Retiro.

Llegó por fin el primer sábado. Estaban listos los tamales surtidos, el pan de una panadería antigua en el pueblo, y una senda olla de atole de piña, hecho con los mejores ingredientes. El punto de reunión fue exactamente en la parte de afuera del asilo, frente a la puerta de entrada. Puntuales llegaron, cada familia con los alimentos para repartir a los viejitos. Fueron  bien recibidos por la encargada y la asistente de turno, y se les dio acceso hasta la cocina. Se percataron de las sencillas instalaciones y escasas comodidades del lugar. En la cocina, muebles y enseres elementales,  ya deteriorados por el uso, para preparar los alimentos.

No se percibía preocupación por la limpieza.

Como pudieron, buscaron espacio para la caja del pan, las bolsas con los tamales y la olla del atole. Para no ocasionar trabajo extra a la asistente, habían previsto llevar platos, cucharas, vasos y servilletas desechables. Con amable atención solicitaron llamar a los residentes a la sala comedor para la cena, eran aproximadamente las siete de la noche. De los veinticinco, la mayoría llegó caminando, bien vestidos y contentos, muy pocos con ayuda y en silla de ruedas. La asistente hizo la presentación y después uno de los Fournier saludó e hizo la invitación a la cena, a nombre de los visitantes. Hubo aplausos y risas de emoción en el rostro de varios de los ancianos.

Con una suave música de fondo, que provenía de un vetusto aparato de sonido, se sirvió la cena a todos. Algunos de ellos, de buen apetito, pidieron otra ración igual. Los primos Fournier sirvieron con generosidad a todos hasta dejarlos satisfechos. No hubo en ellos alguna expresión de inconformidad o reclamo, al contrario, con visible alegría degustaban algo diferente a lo cotidiano, de otro sabor, con otras presencias, en una convivencia que los mantuvo atentos y entusiasmados.

Fue un día que seguramente guardarían en su retacada memoria, de buenos recuerdos que se van almacenando a lo largo de la vida.

El ojo observador de los Fournier se fijó en la actitud de los empleados del descuidado albergue, en su aparente amabilidad, en la falta de atención a la limpieza, principalmente en la cocina, donde se conservaban los víveres y se preparaban los alimentos. Uno de los visitantes platicaría después, que había mirado que una asistente enjuagaba la jerga con la que aseaba el piso, en el fregadero para lavar los trastos. No habría tiempo para ver los dormitorios. Pareció que algunos ancianos estaban aislados, porque eran casos especiales, como los que padecían demencia senil, y según no tienen un previsible comportamiento y son difíciles de manejar. Tampoco se cuestionó sobre su atención médica o psicológica. Ese no era tema de la visita. Se trataba solo de un acto de altruismo, de filantropía de los Fournier.

Dicen que los viejos vuelven a tener conductas de niños, una de esas es crear fantasías.

Al finalizar la cena y convivencia con los inquilinos del asilo, Los Fournier decidieron dejar al personal el resto de los alimentos que habían quedado, y después de despedirse, se enfilaron a la salida del lugar. Nadie se dio cuenta que un viejo de nombre Filiberto abordó a Daniel Fournier para despepitarle su historia. Resulta, que en una vehemente búsqueda de compasión y ayuda, narró su situación. Se dijo un ser olvidado por su familia, depositado sin misericordia en ese refugio, que ningún pariente se molestaba en ir a verlo, tan siquiera los días de visita familiar, que tenía un sobrino que era un prominente político y en ese entonces despachaba como Diputado en el Congreso del Estado.

La historia cierta o inventada, contenía suficiente material para una serie o varios de esos programas dramáticos, radiofónicos o televisivos que atrapan a multitudes buscando escapar de su triste condición existencial, que sus recursos y aspiraciones son limitados, y que son condenados a consumir contenidos para el entretenimiento, no para edificar y sumar cultura a los ciudadanos.

Daniel lo escuchó con paciencia de Santo. Los argumentos de Filiberto eran increíbles.

Difícil pensar o imaginar que existen seres humanos con ese perfil, insensibles ante el dolor, indiferentes al sufrimiento de otros, capaces de cometer actos de vileza mayúscula, como el abandono de personas cercanas, sin importarles lo que cuentan, ocurre con frecuencia en esos albergues; que los ancianos son víctimas de abusos, de maltrato físico y emocional. Se habla de verdaderos centros de reclusión para viejos, esparcidos por el mundo, donde además se violenta su derecho a una vida y destino final dignos, después de haber entregado el esfuerzo y talento de sus mejores años. Los humanos han creado sociedades de ingratos. Esa parece no ser una fantasía.

Miembro de la Red Veracruzana de Comunicadores Independientes, A.C.

Lo que todas gritan y nadie habla
Entre galaxias y planetas

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