Abrí los ojos aquella mañana y ya no era yo. A partir de entonces todo lo bueno, lo que tenía valor, aquello que no puedes canjear por moneda, papel u oro para tenerlo de nuevo se había ido, me había abandonado de una vez y para siempre.
Desde las alturas de mi lujoso y caro penthouse en Manhattan, recargado en un muro frío, con una copa de coñac en mi mano derecha, observo el río Hudson y La Estatua de la Libertad. Hermoso ¿no?
La mayoría parado ahí podría decir, mientras sorbe el coñac, que ha alcanzado el éxito, el poder y la gloria. Sí, desde luego, es muy probable que se crea lo anterior, pero… bueno ¿qué sucede cuando has llegado a la cima y desde las alturas ya no puedes ver la base de dónde partiste? ¿Si el tallo del frijol por donde pulgarcito subió hasta las nubes ha sido talado? Es probable también que a muchos les importe un pepino lo que ha dejado atrás, especialmente si el pasado les ha mordido o si se ha sido desgraciado en la niñez, entonces es válido pensar que se ha logrado lo más importante: dejar atrás, enterrado para siempre la etapa cruel. Sin embargo, otros que no han sido desgraciados y, por el contrario, lo más rico, lo más sublime y lo más importante ha sucedido antes de encaramarse en la cima, antes de poder escupir por un colmillo al hablar, mucho antes de que invariablemente se les responda con ese “sí, señor” que tanto gusta a muchos escuchar cada que hablan o cada que intervienen, no importa si lo que hagan o lo que digan sea una gracejada, una estupidez.
En los inicios por la conquista del mundo, mucho antes de que apareciera en mi vida la palabra “mercado”, en mi existencia siempre predominaban los siete colores del arcoíris de Newton; el olfato siempre iba tras los olores a tierra mojada, hacia el vivo olor a yerba y el gusto por lo común y corriente, tesoro invaluable para una vida plena, con sentido. Había en aquel entonces una oposición constante a mis opiniones por parte de mis amistades de infancia y de mis hermanos, como la resistencia que se tiene por el roce al aire, y eso me hacía sentir uno más, un vikingo que mueve junto a sus iguales la enorme y pesada nave en los mares embravecidos de la vida.
Si por alguna circunstancia la alacena de mis padres o el dinero en el bolsillo se veían en desabasto, era el pretexto perfecto para refrendar los lazos afectivos familiares de nuestro hogar: entonces éramos todos o ninguno mientras el déficit era superado. De esa forma siempre salíamos más fuertes y más humanos que la vez anterior. Todo transcurría perfecto: una vida sana, común, corriente, con sabor, con pequeños baches, como un mantel manchado por las salpicadas de sus miembros al comer.
Me asomo hoy, desde acá, desde las alturas del último piso de mi caro y lujoso penthouse y no existe un arcoíris a la vista; mi olfato perdió sensibilidad porque en vez de olor a tierra mojada y a pasto húmedo se ha extraviado con lociones caras y el aire enrarecido del aire climatizado; la oposición a mis opiniones no existen más ya: los miembros del consejo de administración las han convertido en eco de mi propia voz, la voz de su presidente; de igual forma no existe más en mi vida un déficit material o alimenticio que sirva como alarma para sentirme humano, común, corriente; todo se ha perdido, todo se ha ido al carajo por el caño.
Le he dado el último sorbo a la copa de coñac y volteo, con mis sentidos un poco abotagados por el efecto del jugo de la uva blanca de Charente, hacia el centro, justo donde está el más caro y lujoso de los comedores que se puedan conseguir hoy día; pero lo único real, lo único de valor que tiene hoy mi vida es el mantel que luce sobre la mesa, un viejo mantel de mesa que mamá me regaló en una de mis visitas al hogar materno: un viejo, roído y manchado mantel al cual me aferro como el más preciado de los tesoros que poseo en la soledad de mi caro y lujoso penthouse de Manhattan.