He perdido la cuenta de las noches que apago la luz del cuarto o recámara, me dejo caer sobre la cama y cierro los ojos, tan siquiera para descansar. El insomnio se ha convertido en mi sombra, en mi acompañante inseparable cuando me dispongo a dormir. No recuerdo la fecha cuándo firmé ese contrato irrenunciable y sin plazo de vencimiento. Pero debo agradecer, que esa condición, que no es única ni una novedad para muchos mortales, me haya concedido el derecho de soñar. Regularmente, en las pocas horas que consigo dormir y detener un rato, aunque sea parcialmente, la actividad cerebral, se produce una buena suma de sueños y pesadillas de diferente tipo y de intensidad.
Uno de esos que se quedó en la memoria: Recién llegaba a la ciudad de Xalapa, procedente de la Huasteca Veracruzana, con escala en Poza Rica, para continuar los estudios en la universidad. Junto con Hipólito, compañero de una parte de mi vida estudiantil, viajamos para inscribirnos, él en la facultad de administración de empresas y yo en la de derecho. Después de los trámites, empezamos la búsqueda de una pensión o casa de pupilos. La ciudad me resultaba acogedora con su clima, recovecos y arquitectura colonial. En una rápida y conveniente decisión, iniciamos el recorrido por el mejor de los entornos cercanos a la zona universitaria.
Después de visitar algunos domicilios, elegimos quedarnos en la casa marcada con el número 23 de la calle Díaz Mirón, arropada por el verde Parque de Los Berros. Doña Carmen, una mujer prolífica, casada con un invidente, era la dueña de la casa, además de una tienda de abarrotes, que se daba tiempo de atender con varios de sus hijos, recuerdo a Sinaí uno de los mayores y de los más empáticos, con los más de treinta estudiantes que nos estacionamos un tiempo en ese edificio de tres plantas.
Una de las peores noches de mi vida
Pues fue en esa casa, en el tercer piso que me tocó para hospedarme, en la parte baja de una litera elegida como dormitorio, que viví una de las peores noches de mi vida. Y no porque no hubiera podido dormir, sino por una horrible pesadilla que me hizo despertar de súbito y bañado en sudor. Había soñado que mi madre moría. Desde ese momento no tuve descanso ni sosiego. Mi cabeza entró en un torbellino de pensamientos negativos que me provocaron la más canija angustia.
A las seis de la mañana estaba en la ducha con agua fría. De mi mente no podía apartar las escenas del mal sueño. Me aliste y baje para desayunar. No tenía apetito, solo tome unos tragos de café, me despedí de los diez comensales que estaban esa mañana en la mesa, y sin regresar a cepillarme los dientes, marche a la facultad. Tampoco pude atender las clases. Me atormentaba la idea de dejar de ver a mi madre.
En ese negro pasaje, estaba yo una tarde en el cuarto de la pensión, ocupado en la tarea, cuando entró Javier, el más pequeño de los hijos de Doña Carmen, y dijo, Toño, te hablan por teléfono. Baje corriendo a la tienda, en ese lugar se atendían las llamadas de los pupilos. Tome la bocina y escuche una voz que no alcance a reconocer, me informaba que mi madre había fallecido. Había quedado mudo, petrificado. No podía reaccionar. La noticia me había paralizado de pies a cabeza.
Me deje atrapar sin remedio por la depresión, apenas rozaba los diecisiete años y con unos meses de haber abandonado el nido familiar. De regreso a la pensión después de la salida de clases, tampoco probé bocado. Inquieto esperaba la hora en que se había producido el hecho narrado. Me hice de valor y decidí no aguardar más, me encamine al centro y entré al café donde funcionaba una operadora de Larga Distancia. Pedí a la señorita me marcara el número de casa y espere sentado el turno de mi llamada. Luego de unos minutos, escuché, ¡está lista la llamada en la cabina 2! Con paso rápido me introduje, agarré el auricular, y al escuchar la voz de mi mamá, casi se me escapa el llanto. En ese instante recobré el alma a punto de dejar mi cuerpo. Nunca lo olvidaré. Después de algún tempo lo conté a mi madre y reímos juntos. Ese día había preferido ocultárselo.