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Mi tienda se caracteriza no solo por el aspecto tan antiguo y rustico de sus tapices, ni por el olor a nardos que por momentos se manifiesta con mayor pronunciación, sino por los objetos que aquí se ponen a disposición de todos esos clientes que buscan excentricidades para regalar o en su defecto, para coleccionar. La estatuilla de Anekshari es tan solo una de las muchas maravillas que tengo protegidas dentro de mis aparadores de cristal, y un claro ejemplo de que hasta mis manos llegan objetos de diversas partes del mundo. Una parte minúscula de la historia y cultura de algún país distinto al nuestro. A mis oídos han arribado las historias de cada uno de los tesoros que se me han dado a cuidar.  He visto como muchos de estos tesoros son comprados por personas de diversas personalidades, por personas (que a mi parecer) son las indicadas para tenerlos. He tenido la suerte de conversar con personas que creen por completo en la existencia de eventos paranormales, hasta aquellas totalmente escépticas. Por supuesto que, también me he topado con esos clientes que son curiosos que buscan hallar respuestas innecesarias a esos objetos que llaman su atención, o que, por alguna razón, piensan que pueden librarlos de interrogantes que ni ellos mismos sabían que tenían; o que peor aún, no querían ver. 

Cierto día, llegó una joven. Una chica que era más que niña, pero menos que una mujer madura. Venía acompañada por un par de adolescentes, evidentemente sus amigas de colegio. La chiquilla, (acorde a lo que yo había podido escuchar) se encontraba pasando por un rompimiento. Una separación que le había roto el corazón, y que había incitado a sus acompañantes a llevarla hasta mi tienda, con la esperanza de que pudiese despejarse de su triste padecimiento emocional. Esa tarde, sus ojos se colocaron sobre uno de los objetos más valiosos, dueño de una de las historias más penosas. El medallón de San Blas. Un objeto que perteneció a una de las mujeres más bellas de Nayarit, México. Hija de uno de los hombres más adinerados del puerto y una promesa a esposa que muchos querían poseer, no obstante, pese a los esfuerzos de muchos, ninguno consiguió conquistar su corazón o al menos, eso era lo que se pensaba. Fue durante una madrugada que un misterioso joven apareció traído por el mar, mediante un pequeño barco que prometía llegar a tan bello y colorido puerto. Era una persona refinada, un soltero codiciado por el que muchas chicas comenzaron a interesarse. Se trataba de un conde que, llegaba hasta esa zona con la única intención de cerrar un negocio de gran relevancia; gracias a ese hecho en el que el padre de nuestra protagonista se encontraba involucrada, fue que ambos chicos se conocieron, en medio de un ambiente de lujos, excesos y fortuna. A pesar de que sus conocidos de gran abolengo aseguraban que tan solo se trataba de una atracción insípida, la pareja de jóvenes no tardó en demostrar que sus sentimientos eran genuinos. Tan reales como la belleza de ese puerto que se volvió testigo de todos esos atardeceres en los que los amantes se reunían para contemplar el desfallecer glorioso del sol, para luego al caer la noche, sellar el momento con las mismas y tiernas promesas. 

Desgraciadamente, aunque la felicidad entre los adolescentes era real, la tormenta no tardó en aparecer con la única intención de estropearla. Durante una madrugada esa fatídica carta llegó hasta las manos del galante caballero. Una carta que solicitaba su regreso a Italia (país de donde era proveniente) para atender unos asuntos inesperados de gran relevancia. Al no poder negarse, el joven, tuvo que regresar en el primer barco a Italia. Lo hizo, no sin antes prometerle a su novia que dentro de unos meses retornaría a ella, para así comenzar a ejecutar sus planes de boda. Junto con esa promesa, el chico le regaló un hermoso medallón de plata en forma de corazón. Un medallón que pactaría su juramento de amor. La chica, recibió el regalo con gran emoción; convenciéndose de que esos meses de separación se desvanecerían rápido. No obstante, las semanas transcurrieron, así como los años y los meses, más de los que se tenían pensados. Ante la tristeza de no ver su regreso, la chica, comenzó a descuidarse; a asistir a ese puerto para perderse entristecida por esas solitarias puestas de sol, siempre sujetando el medallón de su amado entre sus manos. La pena fue tornándose tan insostenible, tan gélida y cruel que, un amanecer el cuerpo de la joven fue encontrado en el puerto, con ese medallón puesto al cuello, pero sujeto por sus rígidas manos. Estaba tan unida a la joya que, por más esfuerzos que se emprendieron para sepárala de él, sus manos petrificadas sujetaron con fuerza el medallón. La fuerza con la que lo tomó fue tal, que un poco de la sangre de sus palmas se quedaron impregnadas en la plata, tiñéndola de rojo. Muchos aseguran que, la sangre que ella derramó fue el sello personal que los uniría más allá de la muerte, pues ella jamás se enteró que su prometido había perecido luego de que el barco en el que viajaba fuese hundido por una embravecida tormenta que le impidió si quiera acercarse a su destino. 

Luego de esa tragedia que se llevó consigo la vida de los dos enamorados, consiguieron días después separar tan valioso medallón de las manos de ese frío e inmaculado cadáver solo con la única finalidad de sacarle gran provecho monetario. Claro que el objeto, comenzó a irradiar un poder que a muchos comenzaría a aterrar. Poder que con el paso del tiempo se volvería una leyenda. De acuerdo con el testimonio y registro de muchas personas, el ahora conocido como medallón de San Blas, tenía la habilidad de curar con el más efectivo de los remedios la tortuosa agonía que produce el desamor. La más drástica, pero la más certera; la muerte. Apagar un corazón dolido, para que deje de sufrir. El veneno que como hiel paraliza un pecho que sufre por ver al gran amor perdido, sin ninguna posibilidad de retorno. 

Hoy en mi tienda, he vuelto a ver a esas adolescentes. A solo dos de ellas, en realidad. A juzgar por sus rostros, es evidente que esa amiga a la que tanto intentaban consolar y que ese medallón compró, no volverá. 

Cuarenta y más
Comenzar desde cero... ¿Estrategia o estupidez?

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