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Cuando era niño, hace ya mucho tiempo, mi familia organizó un viaje de vacaciones a Tecolutla, Veracruz.

Hay que hacer algunas aclaraciones. No existía la autopista a Acapulco, así que viajar allá implicaba manejar hasta 7 siete horas o tomar un avión. Entonces Tecolutla era la playa más cercana al DF, que implicaba 5 o 6 horas de viaje de todos modos. Pero tenía varias ventajas a los ojos de mis padres, la comida era mucho mejor, en eso hasta la actualidad, dado que a esta playa del norte de Veracruz desemboca un pequeño río y en esta boca de río se obtienen una buena variedad de mariscos con garantía de frescura, pues son recién pescados o recolectados de sus respectivos criaderos. La otra ventaja era el precio, más económico que Acapulco y dado que éramos una familia de 6 hijos pues era un buen punto a considerar.

Entonces se planeó este viaje familiar a Tecolutla para realizarse después de Navidad y se contempló el regreso un día antes de año nuevo, algo así como 5 días de playa, sol y mariscos.

Y bueno pues nos preparamos todos para este magno evento.

Bueno casi todos. En aquella época, las escuelas, los profesores, tenían la pinche manía de dejar tarea en vacaciones, ya fuera de navidad, semana santa, puentes, etc. Las únicas que tenía sentido eran unas que existían en mis épocas de primaria y que se llamaban “Vacaciones de primavera” cuyo fin primario era prepararse para los exámenes finales, así que daban 2 semanas en las que todo mundo hacía de todo menos estudiar.

Entonces yo me tuve que fletar los días previos a Navidad, sentado enfrente de un cuaderno para finalizar no se cuantas operaciones aritméticas. Mismas que me negué a hacer, pues se me hacía una verdadera jalada hacer esto en vacaciones, así que me sentaba en el escritorio de mis hermanos y miraba el cuaderno abierto en la misma operación aritmética por horas. Y claro después de un rato me levantaba y me iba a jugar. Quizás si hubiera hecho la tarea me hubiera llevado una hora, dos máximo, pero me negué rotundamente a hacer eso que era una jalada por todos lados.

Así que pues llegó Navidad y con ello los regalos y Santa Claus y etc. No recuerdo mucho de esa fecha en particular, solo recuerdo que me dieron un regalo específico: una ruleta. Así. Una ruleta tipo Vegas, que giraba con su bolita de metal y toda la cosa, tenía un tapete verde con números y fichas varias. Estaba linda. Pues la ruleta en cuestión decidí empaquetarla así como estaba, sin abrir, a nuestro viaje a Tecolutla. Pensé que sería grandioso usarla en una noche familiar y que todos conviviéramos después de un día en la playa. Que no era mal idea desde luego, así que la puse en mi maleta y listo.

Pues pasó la Navidad y estábamos listos para irnos, íbamos, dos hermanas y otros dos hermanos y yo. Mi hermano mayor ya tendría sus veintitantos años así que él no se apuntó. Pues nos subimos a la gran guayín que tenía mi madre y tomamos camino tempranamente, antes de la siete. A mi padre le gustaba salir muy temprano pues el camino era una oportunidad gastronómica que le gustaba disfrutar. Entonces nos detuvimos en Tulancingo para desayunar barbacoa, de Hidalgo por supuesto y en el restaurant de su amigo Miguel. Luego hicimos parada en Huauchinango para comer, pueblo en medio de la huasteca donde lo que comas es sabroso. Y luego ya casi para llegar paramos en Gutiérrez Zamora para cenar infladitas de frijol entre otras delicias. Todo un tour gastronómico que era lo que movía realmente a mi padre.

Finalmente arribamos a Tecolutla. Y nos dirigimos al famoso, Hotel Tecolutla, que era, digamos, el único hotel mas o menos decente del lugar. Era un hotel “retro” por no decirle viejo, que vio sus mejores momentos en los año 50 pero que se encontraba en muy buen estado, en ese entonces, estaba decorado con motivos marinos, había anclas, timones de barco, salvavidas, etc.

Al llegar nos asentamos rápidamente para ponernos el traje de baño y saltar a la alberca, que aunque ya era de noche se encontraba aún abierta. Y al desempacar tomé mi ruleta nueva y la guardé en uno de los cajones que había en los muebles de la habitación.

Y después todos los hermanos disfrutamos de la alberca que a eso hora se encontraba desierta. Haciendo cuentas, tomando a consideración la velocidad a la que manejaba mi padre, muy poca por cierto, y las paradas gastronómicas, habíamos hecho más de 12 horas de viaje.  Pero no importaba estábamos en Tecolutla y eran vacaciones.

Yo por cierto no conocía el mar y mi primera impresión fue el sonido de un mar oscuro y negro, que me encantó. Recuerdo que al querer caminar en la playa estaba cundida de cangrejos de todos lo tamaños, bueno no se si eran cangrejos, jaibas o que, pero estaba repleta de ellos.

Y bueno dimos por terminada la noche y nos dormimos. Con la ilusión de disfrutar el día siguiente a toda maquina.

Y así fue. Al siguiente día desayunamos muy temprano, esperamos la hora de cajón que había de esperar después de comer, eso decían los doctores, ni modo, y salimos a la playa y a la alberca. Por fin pude ver el mar. Y era este océano de Veracruz, de color verde charco y con una playa café tirando a gris, pero que se me hizo bellísimo y fascinante, con su continuo movimiento y sus olas que iban y venían. Y nadamos, sorteamos olas, recogimos conchitas, muchas conchitas, comimos mariscos en la playa donde se ponían las señoras con cazos llenos de camarones y con sopa de mariscos, hecha con pescados y mariscos frescos, recién pescados. Vaya que el día fue perfecto, nos divertimos de lo lindo. Al final del día caímos rendidos a temprana hora, 12 horas de alberca y playa cobran su tarifa sobre todo si tienes 10 años. Y dormimos.

Y bueno, al otro día la cosa cambió.

Me desperté listo para otro día perfecto y veo a todos empacando, con ropa de calle y con caras largas. “Ya nos vamos” me dijo mi hermano mayor con un dejo de tristeza. ¿Pero como? ¿Por qué? Preguntaba yo angustiado y esperando que fuera una broma. Había entrado un “Norte” . Obviamente yo no sabía que era eso así que pregunté. Y pues simplemente era una tormenta y como era invierno, pues entraba con frío y no se cuantas madres horribles. Mis hermanos me enseñaron la ventana y yo pude ver que estaba todo nublado. Cosa que no me pareció impedimento para salir a la playa. Me enseñaron las olas que reventaban con bastante más fuerza. Pues nos quedamos en la alberca. ¿Cuál es el problema? Yo reclamaba. Y no. No hubo poder humano que los convenciera. Aún cuando salimos a una terraza a despedirnos del mar, y yo pudiera comprobar con mis ojos y mis sentidos el impedimento que representaba un norte, yo quería quedarme. El viento me cortaba la cara y te lanzaba un poco de arena, aún así yo quería quedarme. ¿Y si nos quedábamos un día, al otro pues ya pasó el norte? Proponía yo con esperanza, pues no, los pinches nortes duran varios días hasta una semana. O sea que la cosa se chingó ahí mismo.

Y así como llegamos nos fuimos. Y ahí vamos 12 horas de regreso con unas vacaciones de un solo día. Tanta planeación, tanta expectativa para esto: un mugroso día de vacaciones. Y además yo sabía que tendría que llegar a hacer la mentada tarea, encima de todo.

Y pues no fue no lo único. Me di cuenta a mitad de camino que por la decepción y en la tristeza, había dejado en el cajón donde la guardé mi nueva ruleta que nunca estrenamos. Aunque les dije a mis padres de mi olvido, era demasiado tarde para regresar. Bueno para ellos, claro que me prometieron que me comprarían otra, obvio decir que nunca llegó.

Y en fin las tremendas vacaciones acabaron en tremendo fiasco. Y terminaron para mi cuando a las once de la noche del último día estaba haciendo lo que faltaba de tarea.

Seis de Enero
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