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Si me preguntaran «¿Te acuerdas de Edith?», sonreiría, apretaría mis labios y diría: «¡Sí!»

Edith era una niña, compañera de primaria en tercer grado, para ser exactos. Tendríamos alrededor de unos 9 años. Ella, de cabello corto, ojos expresivos y olor a galletas de animalitos.

Quizás en ese entonces pasaba desapercibida para mí. Prefería yo los juegos de pelota con mis amigos que entablar una charla con ella. ¡Era yo demasiado tímido! Incluso cuando llegaba los días lunes, su mirada me saludaba antes de robarme una sonrisa. Bajaba yo la vista, y justo cuando presentía que ya no me miraba, corría a mi salón de clases. ¡Caramba! Era yo un niño que disfrutaba de subir a los árboles y contar los nísperos hasta llegar a veinte.

Nunca hice por estar a solas con ella, preguntarle sus inquietudes o saber si gustaba de mirar a la luna. O por qué su aroma a galletas remojadas en café. Solo la recuerdo tratando de agradarme, incluso cuando, ya casi al finalizar el ciclo escolar, me obsequió una carta.

Cuando la recibí, la miré a los ojos. Me daba pena que mis compañeros observaran. La tomé y rápidamente me la eché a la bolsa de mi suéter. ¡Eran otros tiempos, cuando el clima nos abrazaba con chipi chipi y nos cubría con el frío de la nostalgia justo antes de que sonara la campana!

Aquel niño de fisonomía escueta sería la burla de sus amigos al haber aceptado la carta de una niña.

Ella, con una voz que no olvidaré, me dijo: «¡Por favor, léela, y me contestas después!»

¡Oh, por Dios! Mi boca se quedó como la aridez del desierto. No supe qué contestar ni qué responder, solo sonreí y me marché. Ese día ni las gracias le di por tan bello detalle para conmigo.

Posteriormente, la veía. Ella trataba de saber si le respondería yo, y yo únicamente contemplaba las alteraciones de los colores en el cielo. Quizás mi inocencia era del tamaño de un suspiro que nunca corroboró aquella niña de menuda estampa. ¡Ella sabía más que yo! Ella sabía de los sentimientos; yo, de encontrar el sabor en el color de las cosas. ¡Ella estaba adelantada a nuestra edad!

Un día, después de desayunar en casa, subí a la azotea, miré para todos lados y leí la carta.

El nerviosismo era tal que sentía yo que los pájaros eran cómplices de un ritual al que tarde o temprano caería en sus redes.

Y di inicio a descubrir el contenido, y lo hice con la delicada voz de ella, como si me estuviera acompañando y sintiera su aroma, saboreándome las galletas y ser testigo de las burbujeantes frases antes de engullirme a la lectura.

«Me gusta verte, aunque sea de lejos, y me he preguntado si te gustaría un día acompañarme a perseguir las mariposas y contar las veces que mueven sus alas. Atte. Edith.»

¡Me quedé atónito!

Y fue entonces que de mi caja torácica revoloteó el enjambre de un sentimiento que jamás había experimentado.

Tomé fuerzas y rompí la carta. Me quedé únicamente con el recuerdo de aquella pequeña niña que me hizo descubrir un sentimiento que no estaba en mi vocabulario. Pero que no quise ahondar más en él.

Terminó el ciclo escolar y también la historia. Un capítulo que no tuvo final. Cuando cursé quinto año, a Edith la inscribieron en otra escuela.

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