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El sol se empezaba a vislumbrar en el horizonte, eran ya las seis de la mañana y las calles de la ciudad seguían vacías.

Ahí estaba yo, en pleno amanecer, caminando hacia mi trabajo. A donde quiera que mirara había nieve. Seguí caminando, a pesar de mis piernas adoloridas por el clima y mis zapatos mojados. Sentí un escalofrío en la espalda. 

Me sentí observada y sentí la necesidad de correr a pesar del frío, la nieve y el dolor. Algo en mi interior me decía que tenía que huir. Entonces escuché por primera vez esa voz en mi cabeza: «No estás sola, huye, pronto estará aquí».

Solo entonces me di cuenta que no era nieve lo que pisaba, sino una masa gris y fría que se movía lentamente. Intentaba atraparme.

Comencé a sudar. Las piernas ya no me respondían, el pánico se apoderaba de mí como un veneno que se esparce por todo tu cuerpo hasta llegar a tu corazón.

-Está cerca- dijo la voz.-Te atrapará.

-Cállate- le dije.

Empecé a jadear. No tenía idea de donde estaba. Pude ver que el sol comenzaba a salir, pero era de un rojo sangre y las nubes eran de color negro opaco…

-Sólo por que no lo veas, no significa que no esté ahí-

La voz se volvía más grave, mi respiración era más agitada.

-No saldrás de aquí- dijo enérgicamente.

No pude más.

Caí de bruces sobre aquella masa gris que me sujetó con fuerza por las muñecas. Hice un último intento por luchar, pero me di por vencida.

Podía hacer conmigo lo que quisiera…

Desperté sobresaltada. Me había dormido en el camión que me llevaba a mi trabajo y por poco se me pasa tocar el timbre para bajar. Me levanté un poco aturdida.  Bajé justo donde comenzó mi sueño.

-Tonta- Me dije.

Entonces sentí un dolor en mis muñecas.

Cuando las miré, estaban rojas.

Me dueles, Quintana Roo
Carlos Bolado, del límite del tiempo al tiempo sin límite

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