Tuve un sueño en que el amor de mi vida trabajaba en la planta más alta de una plaza comercial. Sólo que esta era una plaza desproporcionada, desmesurada, realmente enorme, como una suerte de monumento obsceno al capitalismo. Digamos que era una plaza comercial del tamaño de una ciudad entera, con un techo altísimo y ventanales que dejaban pasar algo de luz. Había escaleras por todos lados (que te conducían a un piso superior o a uno inferior) y plataformas movedizas que te ayudaban a desplazarte grandes distancias dentro de un mismo piso, sin tener que caminar y agotarte.
Como dije, el amor de mi vida trabajaba en la parte más alta, en el último de los pisos, por encima de todas las tiendas y todas esas escaleras sin fin. De esto me enteré en una tienda de ropa, a la que entré preguntando por ella: el amor de mi vida se dedica a maquillar novias ─me informaron─ y al parecer siempre está ocupada y a las prisas. Un trabajo de mucha presión, supongo, como el de los cirujanos, porque con la boda de una mujer no se juega. Desde abajo yo la imaginaba, alzando la cara a lo alto, y la veía muy demacrada, triste, maquillando todo el día novias felices. Incluso en los sueños la vida está jodida.
Me dijeron también que salía a tal hora y que se llamaba de tal forma. Consulté mi reloj (mi reloj de los sueños es el mismo que mi reloj de la vigilia, un Tizot suizo que me regaló mi hermana). Me percataba de que para su hora de salida aún faltaban mucho tiempo. Luego apareció mi otra hermana, la menor, y me pidió que la acompañara al banco, que estaba dentro de esa misma plaza colosal, como era de esperarse, pero lejos. Yo aceptaba.
Así ocurre siempre, incluso en un sueño, los bancos te demoran más de lo previsto. Cuando salimos del banco mi reloj había ya avanzado más de lo previsto y para la hora de salida del amor de mi vida faltaban pocos minutos. Le dije a mi hermana que debía irme y me eché a correr.
Ahí estaba yo: corriendo a toda prisa en una plaza infinita, cruzando a grandes zancadas mi propio sueño, mirando el último piso, tan remoto.
Mientras corría pensaba en qué demonios iba a decirle una vez que la viera, pues no nos conocíamos, aunque yo tenía la sensación de saber o intuir todo de ella, pero para ella yo era un completo extraño. Las incertidumbres eran muchas. Miré mi vestimenta: pantalón de vestir azul marino, camisa blanca bien fajada, zapatos cafés. Nada mal. Punto a mi favor. La ropa formal me sienta. La corbata que llevaba era mi corbata morada de seda. Se me ocurrió entonces una brillante idea: el amor de mi vida trabajaba de maquillista nupcial, largas horas y seguramente saldría de su jornada cansada y hambrienta, por lo que lo más lógico era invitarla a comer. Y mientras corría aflojé un poco la corbata, para respirar mejor, y consulté mi billetera, todo esto sin dejar de correr, porque en mis sueños soy atlético y ágil y buen bailarín, pero eso es otra historia…
En la billetera de mi sueño sólo había cien pesos.
En ese momento, de pronto, la plaza se llenaba de personas. Personas que interrumpían mi apresurada marcha. Personas desbordando las escaleras eléctricas. Eran tantas que me fue imposible correr más. Así que me dejé arrastrar por el paso lento de las escaleras movedizas, quieto y pensativo, como el resto de la gente.
Como pude llegué al último piso, un poco tarde, al salón de belleza donde preparan novias. Apenas entré al lugar pregunté por ella. “Sí, soy yo, ¿en qué puedo ayudarte?” me contestó una voz. Pero no era ninguna de las empleadas, para mi sorpresa, sino una mujer reclinada en un asiento. Le habían ya maquillado el rostro y su pelo estaba rizado. Entonces comprendí y cerré la puerta.