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Que difícil es soltar la mano de mis hijos cuando mis errores del pasado me recuerdan que también quise volar.

Qué difícil me resulta aceptar que mis hijos hoy ya son adultos y que ya quieren volar con sus propias alas, por sus propias decisiones y hacia sus muy personales destinos, y sin embargo, tengo tanto miedo.

Me aterra el pensar que hice un mal trabajo como mamá y ahora ya no lo pueda remediar.

No sigas mis pasos

Mi empeño por enseñarles acerca de lo que creo que es una buena manera de actuar, hoy ya no sirve de nada.  Ya es muy tarde porque mis hijos ahora ya no me quieren escuchar.

Para ellos, hoy mis argumentos son antiguos, ya caducaron, ya no van con la nueva realidad.  Mis ideas huelen a rancio, mis consejos ya no son solicitados y, sin embargo aún me necesitan como su mamá…  yo así lo siento, o eso es lo que quiero pensar.

Sólo me queda la esperanza de que ellos tengan la capacidad de distinguir y elegir con sabiduría y libertad.

Que si de mí algo aprendieron, sea valioso, buen alimento para su crecimiento personal e individual.

Que cuando recuerden los tropezones que rasparon mis rodillas, tengan siempre presente que no deben seguir mis pasos, sino que, tomándolos como ejemplo, sepan que hay senderos por los cuales no es bueno caminar.

El regazo de mamá

Hoy me exiges que suelte tu mano y yo lo tengo que aceptar.  Yo sé que no he hecho un buen trabajo pero también sé que es tiempo de dejarte volar.

Entiendo que a veces te resulto insoportable y aunque no me quieras lastimar, tu mirada me pide que me calle, que me guarde mis opiniones y consejos y entonces, aunque me propongo no hablar más, me resulta inevitable querer protegerte y actuar como mamá.

Sé que habrá ocasiones en que vas a tropezar, pues es la manera en que aprendemos a madurar, es algo que, aunque quiera, no te lo puedo evitar.

Sé también que en algún momento me vas a necesitar, de la misma manera en que yo aún necesito a mi madre en mis momentos de triunfos y alegría, y más en aquellos de tristeza o soledad.

Y cuando vengan a mí con las rodillas y el alma raspadas, siempre estaré aquí sentada y en calma, esperando su llegada para poderlos abrazar y tratar de brindarles un momento de respiro mientras descansan, como cuando eran pequeños, en el regazo de mamá.

La máquina farmacotipográfica
El cadáver del señor Ferrer

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