Sólo sí es sí… Salió del juzgado llorando. Nadie podía dar crédito a lo ocurrido en aquel juzgado. Su abogada la abrazaba y daba maternales palmaditas en la espalda, le susurraba palabras de consuelo al oído.
El hombre salió sonriente, aunque sin hacer alardes. Vestía correctamente, de forma discreta y su sonrisa agradable pareció cautivar a todos los presentes. La abogada le dedicó una mirada llena de odio y resentimiento, la joven únicamente se acurrucó en el pecho de su defensora, evitando a toda costa cruzar la mirada o escuchar al hombre que salía de la sala de audiencias.
-Lo lamento… -dijo el sujeto extendiendo una mano amigable a la abogada. Ella dio un manotazo y abrazó con más fuerza a su defendida, quien a su vez sollozó aún más conmovida. El hombre retrocedió. Su expresión era inescrutable, ambigua: parecía haber tristeza, confusión, incluso algo de arrepentimiento, pero no dijo ni intentó nada más, sólo se alejó en silencio sin mirar atrás.
Lo conoció semanas atrás en un bar. No era la primera vez que iba, tampoco era una novedad que aquel joven solía mirarla de forma insistente y a ella no le desagradaba aquel coqueteo. No pasó demasiado tiempo cuando hablaron por primera vez y empezaron a conocerse un poco mejor. Quedaban de verse en el bar de forma habitual, pasaban mucho tiempo juntos y finalmente empezaron a verse fuera del bar.
Nunca hubo una declaración o consentimiento explícito, simplemente se convirtieron en pareja. Sólo sucedió.
Tenían sus problemas como toda pareja. Nada del otro mundo, pero conforme se fueron conociendo se dieron cuenta de la verdad: su única afinidad era en el sexo, no había una sola cosa en común además de su entendimiento en la cama y la mutua necesidad de hacerse compañía. El sexo y la rutina mantenían con vida aquella endeble relación, pero en realidad sólo era cuestión de tiempo antes de que todo aquello reventase.
Fue ella quien dio el paso. Cuando él llegó al departamento, ella estaba sentada en el sofá mirando al vacío. La saludó y ella no dijo nada. Se sentó a su lado. Quiso abrazarla y ella retiró el brazo de sus hombros. Él enfureció y se gritaron, hasta llegar a la confrontación física. En un momento dado, él se desabrochó el pantalón y, al tenerla sometida en el suelo y con la ropa desgarrada, presa de un arrebato animal y una ira incontrolable, encajó su miembro en repetidas ocasiones de forma violenta y brutal mientras, la obligaba a gritar “¡Me gusta! ¡Me gusta! ¡Más! ¡Dame más…!” Muerta de pánico y con su vida en riesgo, no pensó dos veces en complacer al bruto encima suyo.
Cuando todo aquel vendaval acabó, los dos se quedaron tirados en medio de la sala, inconscientes. El amanecer los sorprendió tirados, agotados, sumidos en desesperación, lágrimas, sudor y vergüenza. Ella se encerró en el cuarto. Él la siguió entre lágrimas suplicando a gritos por su perdón, aporreando la puerta sin piedad, sin dejar de llorar, presa de un legítimo arrepentimiento.
Tras horas de súplica y llanto, él decidió marcharse, dejarla sola y ahogar su remordimiento en alcohol. Incluso pensó en entregarse y confesar su acto pero, presa del pánico, se arrepintió una vez frente al Ministerio Público.
Ella lloró por horas hasta la llegada de su amiga abogada. La consoló, la animó a denunciar, le recordó que ya le había advertido, que todos los hombres son malos y violentos, y ahora aquel animal la debía pagar. Hicieron la denuncia. “¡Sólo sí es sí!”, vociferaba su amiga mientras se redactaba el acta. A las pocas horas se le encontró. No opuso resistencia, le daba igual lo que le ocurriera, se avergonzaba de sí mismo.
Se desahogaron las pruebas. El abogado defensor, muy comprometido con su causa, supo utilizar las circunstancias: tal como la abogada lo había dejado muy en claro, “sólo sí es sí”. Bajo esa lógica y apoyado en el testimonio de los vecinos, la joven había reiterado una y otra vez su consentimiento para el acto sexual. El juez determinó que aquello no era una violación.
Él salió libre por su crimen, pero a diferencia de la mayoría de los violadores, la conciencia no le dejaba en paz. La ley lo había juzgado inocente, pero él se sabía culpable y debía hacer algo al respecto. Se suicidó.
Ella se vio obligada a rehacer su vida. Eligió superar el trago amargo, decidió no definirse por una circunstancia desafortunada en su existencia y siguió adelante. Cuando se enteró de la muerte de su ex derramó algunas lágrimas, se encogió de hombros y siguió con su vida. No podría decir que aquello fuera justicia, pero al menos para ella, eso estaba bien.