I
Hay muchos elementos característicos de lo religioso que plantean perfectamente las coordenadas de nuestro pensamiento, que se haya situado en un contexto eminentemente religioso. No podemos negar las deudas lingüísticas que tenemos en nuestro hablar cotidiano, fruto de una historia religiosa compartida; palabras como adiós, hasta luego, buenos días, ojalá, entre otras expresiones, denotan un acto de fe y/o refieren, aún sin la intención de hacerlo, lo divino. Para el caso, independiente de nuestras creencias o incredulidades, dado el contexto en que nos movemos, somos religiosos y más específicamente, somos cristianos.
Como decía, hay muchos elementos que caracterizan lo religioso, pero tal vez ninguna que caracterice tanto nuestra historia y nuestro presente, en tanto civilización que somos, como el sacrificio.
El sacrificio es un elemento que se encuentra presente en toda religión; por lo que se encuentra presente en toda civilización (pues, dice, no ha habido una sola cultura sin religión); por lo cual se encuentra presente en todo tiempo (pues no hay tiempo sin la concepción del hombre). Por lo mismo, hablar de un sacrificio occidental y uno oriental supone ciertas dificultades por lo impreciso de una línea que delimite a uno del otro; no ha habido occidente sin sacrificio así como no es posible comprender totalmente a oriente sin ese elemento. Menos problemas conlleva hablar de un sacrificio antiguo y uno posterior. A continuación intentaré abordar el sacrificio en sus implicaciones y en la relación que tiene con nuestro presente religioso o, con la pretensión del estado laico, cuasi religioso.
II
El mito prometeico, aquel que nos cuenta la historia del dios que se priva de la libertad por regalar al hombre (su creación) el fuego divino, resalta en su contexto por su naturaleza sacrificial que lo distingue del sacrificio ritual llevado a cabo como práctica religiosa en el mundo antiguo. Y es que, hablando de un sacrificio antiguo, se comprende el sacrificio de sangre por medio del cual se frece a los dioses la vida de un animal o de una persona (como comúnmente se hacía en nuestras culturas prehispánicas); éste acto religioso, más allá del horror que conlleva para nosotros (occidentales modernos), implica elementos importantes como lo son la comunión y el agradecimiento, o inclusive la súplica.
El sacrificio, de origen, se muestra como el reflejo de nuestra búsqueda por acceder a la comunión con una divinidad ajena a nosotros. Ajena, en tanto necesitamos del sacrificio para conectar con ella; se da la comunidad de lo finito con lo infinito y, dada esta comunidad, el que ofrece el sacrificio se permite incluso pedir favores o dar gracias por los concedidos. Esquematizando un poco este sacrifico antiguo puedo decir: se ofrece lo ajeno (animales, cultivos, la vida de otros) a una divinidad ajena para un posible beneficio propio; como un tratado comercial; se ofrece tributo a un dios como, de igual forma, se ofrece tributo a un tirano.
Prometeo, en cambio, parece representar otro tipo de sacrifico que es el de sí mismo; es el sacrificio de sus posibilidades por un bien que considera superior a su libertad. En este mito es el dios quien hace comunidad con su creación, sacrifica su infinitud por la existencia de seres tan finitos y débiles como nuestra condición humana nos permite ser.
Que sirva Prometeo como posible antecedente de figuras como Sócrates y Cristo. Con ellos el sacrificio se transforma sin que por ello cambie esencialmente. Se presenta el sacrificio como una mimesis del antiguo ritual religioso que ofrece un “otro”, porque ahora uno mismo es sacrificio. Ruégoos, dice san Agustín, que ofrezcáis y sacrifiquéis vuestros cuerpos, no ya como animales muertos, sino como una hostia viva, verdaderamente pura y santa, agradable y acepta a Dios, como un sacrificio racional.[1] Porque Dios no necesita becerros, ni sangre, ni sufrimiento o dolor, y ciertamente no nos necesita a nosotros; pero si de alguna forma hemos de rendirnos ante él que sea con obras de misericordia. Nuestros actos son el sacrificio, y en tanto lo que nos constituye son nuestras acciones, nosotros somos el sacrificio. Sacrificio verdadero es todo aquello que se practica a fin de unirnos santamente con Dios.[2] Esta es la forma en que san Agustín considera al sacrificio, y en parte es compatible con el ejemplo de Cristo en la entrega total de sí mismo, de su finitud. Sin embargo debe considerarse también el auto sacrificio Socrático que no busca la comunión con lo divino tal como entendemos nosotros; el de Sócrates es el sacrificio por una causa, la suya, la de preferir sufrir una injusticia que cometerla, no obstante este sacrificio también busca una comunión, pero no con Dios, sino con la verdad. El hecho de que no se busque esta entidad divina en el auto sacrificio, no lo priva de su naturaleza religiosa. El clásico dar la vida por algo, es en sí mismo un acto religioso en tanto funge como conexión con uno mismo y con el otro (religare); en tanto se diviniza aquello por lo que uno está dispuesto a morir. Es el sacrificio amoroso, “no busco mi bien sino el ajeno”, la clave del existir religioso.
En este punto, tal vez sea necesario aclarar que el auto sacrificio no implica necesariamente el fin de la existencia ni la privación de la libertad. Dar la vida por algo tiene referencia en nuestro actuar humano; el auto sacrificio también es dedicar la finitud de nuestra existencia a aquello por lo cual nos sacrificamos. Una madre por su hijo, un tipo por su coche, un escritor por el trabajo de toda su vida; son ejemplos que nos permiten ver ese atisbo de divinidad aún en los sacrificios que a nuestro juicio pudieran resultar los más vulgares.
III
Hoy en día, los preceptos sociales del Estado laico en que vivimos y del sistema neoliberal en que nos movemos, incitan a rehuir del sacrificio de sí mismo con promesas de comodidad y un falso bienestar donde el consumismo se muestra como antítesis de cualquier posible privación en que pudiéramos caer. Se plantea una sociedad con todo al alcance de la mano para que con el mínimo esfuerzo cumplas tus deseos más humanos. Se promueve la exaltación del ego que, irónicamente, en un mundo tan globalizado y conectado como el nuestro, lleva al individuo a encontrase más aislado y solo que nunca.
Con todo lo anterior pareciera que hemos llegado a una época que marca el final del sacrificio, pero es todo lo contrario; ala perecer se hecho un retorno al sacrificio antiguo. Ya no nos ofrecemos a nosotros mismos, ofrecemos al prójimo. Se hacen holocaustos con las guerras comerciales (la lucha por el petróleo), se sacrifica al oponente más débil ante el altar del capital y los créditos sin intereses, se realizan sacrificios mediáticos de aquellos que no compatibilizan con el sistema y el Estado laico. Hemos vuelto al horror del sacrificio de la sangre, del sacrificio ajeno; mientras que cada uno, para consigo mismo, se ha vuelto insacrificable.
IV
Cierro (más no concluyo) con una cita de Borges Que nada tiene que ver en este punto con el desarrollo del presente ensayo, pero sirve para invitar a continuar la reflexión a cerca de la naturaleza del sacrificio. Aún no se agotan las posibilidades de este tema:
Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos tolerable es admitir un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del mundo. Ergo, la traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la carne; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y ser huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús. De ahí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para merecer aun más la Reprobación.[3]
Bibliografía
- Agustín de Hipona. La ciudad de Dios. Porrua; México D. F., 2011. Libro X. p. 253-256.
- Borges, Jorge Luis. Cuentos completos. Lumen; México D. F., 2011. Texto: Tres versiones de Judas.
- Jean Luc-Nancy. Un pensamiento finito. Anthropos; Barcelona, 2002. Texto: Lo insacrificable.
- Moreno Romo, Juan Carlos. Hambre de Dios. Fontamara; México D. F., 2013. Texto: Nuestras coordenadas religiosas.
[1] Agustin p 255
[2] Idem
[3] Fragmento del cuento “Tres versiones de Judas”, de Jorge Luis Borges.