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Cuando mis hijos eran pequeños, al igual que a cualquier otro niño, les gustaba saltar en la sala de un sillón a otro y sin hacer caso a mis advertencias cada vez que les decía: «se van a descalabrar».

Sus fuertes y alegres carcajadas sonaban con tal intensidad que era prácticamente imposible que pudieran escuchar mi voz, o si la escuchaban, fingían no hacerlo para continuar jugando sin precaución alguna.

Es cierto que también me preocupaba la destrucción que sus inocentes juegos causaban a los muebles de nuestra casa, nadie nos los había regalado, todo lo que teníamos era el resultado de nuestro esfuerzo, de nuestro trabajo, de nuestros desvelos y de no renunciar a nuestros proyectos… Sin embargo, lo que más me inquietaba era el daño potencial al que ellos, voluntariamente, se estaban exponiendo.

Cada vez que mis pequeños se ponían a saltar de esa manera de un mueble a otro, yo sabía que estaban disfrutando mucho ese momento, pero también sabía que existía el inminente riesgo de una peligrosa caída y por eso siempre se los advertía con mi cantaleta de siempre «se van a descalabrar».

Intenté razonar con ellos en varias ocasiones para explicarles que estaban en todo su derecho a jugar y divertirse, pero que debían hacerlo tomando las precauciones necesarias, por ejemplo, alejando la mesa de centro, el florero y tomando en cuenta cualquier otro objeto que pudiera hacerles daño.

También intenté hacerles ver la responsabilidad y consecuencias de «descalabrarse», pues eso podría implicar gastos médicos, algún daño permanente del que no pudieran recuperarse nunca, dañar «sin querer» a su hermano, incluso la permanente cicatriz que podría quedarles por no escuchar mis advertencias cuando les decía: «se van a descalabrar».

Finalmente, y como sabía que estaban totalmente negados a escucharme… opté por guardar silencio y seguir con mis labores cotidianas, sabía que en algún momento se iban a descalabrar… era tan obvio al ver la manera en que saltaban felices y sin medir los riesgos, que aún cuando no podría protegerlos de su necedad, siempre seguí atenta para cuando fuera necesario acudir en su ayuda.

No quisieron escucharme, creyeron que lo que les decía era por molestarlos, amargarles el momento o por la envidia de que yo, por ser una persona adulta, ya no podía ponerme a jugar como lo hacían ellos…

Ahora que dejaron de ser niños, usan los sillones para sentarse comodamente a leer buenos libros y alejar de su entorno la ignorancia, la imprudencia y la necedad…

En algunas ocasiones, cuando hay alguna reunión y se abordan los temas políticos, me complace ver la prudencia con que mis hijos argumentan, respetan y finalmente observan con una gentil sonrisa (jamás burlona) como diciendo: «se van a descalabrar».

Tiempo al tiempo.

 

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