El anuncio llamó mi atención, fondo rosa y letras gigantes de un tono amarillo: “Busco mujeres para convertirlas en brujas”.
Es un letrero tentador, ¿no te parece? y es que estamos en tiempos de devolverle el poder a esas mujeres que fueron juzgadas y malinterpretadas por la historia; la mujer bruja, como símbolo, nos invita a soltarnos el pelo, subirnos la falda y a cocinar en el caldero (útero) nuestras propias historias. Ser bruja es sinónimo de empoderamiento, ¿pero realmente es así?
Las mujeres se han cansado de buscar el ideal de princesa que tanto daño ha hecho al amor propio. Ser princesa pareciera inalcanzable, ¿quién es perfecta?, ¿quién quiere vivir bajo las reglas de su rey primero, y después, de su príncipe? El empoderamiento suena fascinante, pero realmente quien se asume como bruja deber ser más que valiente.
En los cuentos, la bruja es libre, sí, pero suele vivir sola, con otras brujas o bien, entre animales del bosque que la entienden mejor que cualquier hombre.
No se cuentan historias de brujas bien amadas por su semejante, un mago o un brujo. Pero esto es pura superficialidad, es irrelevante, ser bruja implica una enorme responsabilidad del autocuidado, porque para hacer magias, para hablar con el fuego se necesita compromiso con uno mismo.
En ser bruja hay mucho sufrimiento y dolor. Las brujas sienten el dolor de la tierra, de los que trascienden, el del prójimo… ¿quién quiere vivir el sufrimiento ajeno como propio? Ser bruja es mirar la luz y la sombra desde el medio, en equilibrio, y a veces no poder controlarlo y vivir en los extremos, en la locura, en el éxtasis, es vivir con pasión y lágrimas cuando se reconoce la fragilidad de la vida, el amor en la muerte, esa que no existe como en los cuentos, es ver a la serpiente que devora al conejo y no juzga, comprende.
Es anticipar la alegría y la desgracia ajena, es mirar a los ojos a las personas sabiendo que esa será la última vez, es escuchar el susurro lleno de secretos de aquellas almas que no habitan en un cuerpo, es aprender a guardar el silencio, es leer miradas que mienten y anticipar la caída de la torre.
Ser bruja es ser luz de aquellos que se engullen en la oscuridad, es mirar de frente la fealdad de sus propias sombras, es reconocer la vulnerabilidad como fuerza, es gritar por las noches cuando las abuelas y otras mujeres medicina te recuerdan cuál es tu lugar.
Ser bruja duele, porque la principal responsabilidad de su vida está en sus manos, ya no hay espacio para ser víctima, ni juez, porque serlo implica saber que nada ni nadie les pertenece y amar es un regalo del tiempo presente. Cuando se es bruja, no hay médico que cure su mal, es coger el fuego y sanar, es beber el agua como un rito, es entregar a la tierra su tristeza, es sostenerse a uno mismo en soledad.
Muchas han querido ser brujas y se han quemado en sus propias palabras, otras corren cuando las voces sin rostro les llaman. Serlo implica mucha dicha, gozo y festejo en los días de sol, pero no se puede estar en la luz sin conocer su opuesto.
Morir como bruja sabiendo que la vida no acaba al cerrar los ojos, dejar un corazón que hirvió en la libertad, que su dolor y su inmensa alegría trajo paz a otros, aunque sea por un segundo. Ser bruja es arrancarse la culpa, rasgar las vestiduras y caminar sobre veredas de total incertidumbre.
Descubro que muchas alzan la mano, y que tras ese anuncio rosado de letras amarillas hay mujeres dispuestas a aprender a amarse y, me alegro porque hoy sé que ser princesa, reina, maga, diosa o bruja… son una misma cosa: mujeres dispuestas a escribir su propia historia.
((Ficción))
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