Se acerca el invierno: El frío sobrepasa los parámetros permitidos. La insistente brisa envuelve los cuerpos de transeúntes distraídos a la espera que el semáforo haga una pausa. Todo gira de prisa.
Obras inconclusas laceran emociones, cortan de tajo los minutos dentro de un reloj que marca las horas a medias. El aroma del caos aparece. Rostros enfadados, otros replegados a una angustia que ni ellos mismos saben a dónde irán o de dónde vienen.
La indumentaria propia de la época sale del closet. Huele a olvido, a humedad.
Sentimientos encontrados mediante noticias en donde el lector ya no sabe qué es verdad ni qué es mentira. Trata por todos los medios de no saberse manipulado, pero termina siendo rehén de un desorden avasallador.
La lluvia moja ilusiones y empapa los sueños. Nos olvidamos de observar, de detenernos, de dejar atrás lo efímero y recargarnos de la euforia de la vida.
No queremos meternos a los charcos porque enfermamos, proseguimos con los rostros ocultos, apenas dejando mirar los ojos.
El “nada” pasará sigue siendo una utopía. He visto morir a más de diez, amigos, conocidos, vecinos. Estamos al acecho de la parca, merodea como lo hace el centinela. Todo es cuestión de tiempo.
La salud ha pasado a segundo plano. Lo que importa es generar riqueza, acumular lo material, de lo contrario la aceptación por una sociedad consumista será nula. Somos fragancia de Armani y sudor de los inmerecidos.
Lo elemental ha sido desplazado por banalidades.
La lluvia arrecia. Cala hondo. Prosigo mi viaje aprendiendo, cavilando lo que haré en pro de mis semejantes. Y como diría el personaje de Herman Melville, Bartleby, el escribiente:
“Preferiría no hacerlo”.