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Esperanza y Salvador se reiniciaban cada año. Diciembre era el mes más esperado, la familia había crecido, pero no tenía la menor importancia, venía la temporada de fiestas, y para eso se habían preparado desde hacía varios meses. La tradición familiar dictaba participar en las posadas de la Parroquia de San Esteban, y en las del barrio, con los amigos y vecinos entrañables.

Sus hijos pequeños y jóvenes se enlistaban en el grupo de la Rama Navideña y con guitarras y versos bien aprendidos, salían con su canto a deleitar los hogares en las noches. A partir del 16 de diciembre, tenían programada su gira por las principales colonias del pueblo. Su éxito era tal, que regresaban en la madrugada cansados por la caminata, pero felices porque traían la bolsa retacada de dinero. Eran tiempos de la solidaridad, sin saber que así se llamaba al gesto de ayudar a los demás o colaborar en una buena causa.

Inolvidable la generosidad de los vecindarios, noche a noche la recaudación aumentaba y también las expectativas de la Fiesta de Nochebuena del 24. Los recorridos terminaban el día 23 y los organizadores del huateque navideño ya tendrían previstos para esa fecha, las coloridas piñatas con lo necesario para rellenarlas y los envueltos para los niños. Además de los tamales, la barbacoa, los refrescos, el atole y las cervezas, y para amenizar la convivencia, un grupo musical de la región.

Puede parecer extraño, sin embargo, fue la maravillosa realidad de Esperanza y Salvador.

En la gran noche, el amplio terreno adjunto a un pequeño grupo de viviendas de la calle Allende, se convertía en punto de encuentro de los vecinos, amigos, invitados y no invitados que llegaban a disfrutar la fiesta. El lugar regiamente adornado con motivos de esa hermosa época, invitaba a olvidar las penas y preocupaciones eventuales y las de siempre, y sumergirse en ese sanador ambiente de fraternidad, de desprendimiento, de esparcimiento, de absoluto relajamiento.

En esa fiesta, se glorificaban la diversión y la buena vecindad. Como en la alegoría bíblica, se multiplicaba la comida, no había barreras ni fronteras geográficas o sociales que detuvieran los placeres de la gente, que con avidez se entregaban frenéticamente a la alegría de vivir y compartir ese grandioso momento. Siguiendo los acordes de las guapachosas canciones de Rigo Tovar, mujeres y hombres del populoso barrio, comían bebían, reían, platicaban, cantaban, mientras otros movían con cadencia sus cuerpos al ritmo de la música, sin mostrar nunca los estragos del jornal diario.

Pero el final de las celebraciones de la temporada, estaba al comienzo del siguiente calendario. Salvador siempre quiso festejar en grande el inicio del nuevo año. Para ese fin, ya tenía disponible en el corral del patio, un soberbio marrano que habían engordado con esfuerzo y paciencia. El Primero de Enero, día del sacrificio,

Don Alejo, el hábil matancero de la comarca, llegaba temprano con sus implementos de carnicero y empezaba el festival gastronómico.

En unos minutos el cerdo estaba descuartizado sobre una tabla, y al lado en el fogón, una paila con agua hirviendo. El Matancero, arrojaba los primeros trozos del cuero del animal para freírlos y al poco rato sacarlos tiernos para arrancar con la primera degustación. Ya se asomaban en el zaguán los primeros invitados, amigos y vecinos, cuando Esperanza y sus hijos acercaban una mesa, una canasta con tortillas recién hechas, el molcajete con salsa y un plato con mitades de limón. En una esquina de su casa estaba una hielera grande, con la cerveza y los refrescos. Así se inauguraba el gran festejo familiar de cada año.

Durante todo el día había una romería en casa de los Guzmán Lara, Don Alejo en episodios marcados, iba entregando los sabrosos platillos del banquete, vendrían las carnitas y al final los chicharrones. Antes, entregaba la sangre y las menudencias para la deliciosa moronga y chanfaina que preparara Esperanza, además una pierna para los tamales de la tarde. Familiares cercanos y lejanos participaban en esa convivencia de buena voluntad, que con efusividad preparaba y disfrutaba la familia.

Salvador, con el espíritu festivo que guardaba, en algunos años lo haría una tradición, pero más bien, partía de un impulso del corazón de ambos, para entrar con el pie derecho a un nuevo ciclo, recibirlo con ánimo y alegría, en unión familiar y con los amigos que son los compañeros de vida. Una exclamación a Dios para renacer, agradeciendo por lo que se tiene y pidiendo su auxilio y protección para lo que viene. Dicen que ayudar y compartir siempre traen bendiciones y recompensas.

FIN

Miembro de la Red Veracruzana de Comunicadores Independientes, A.C.

https://laredaccion.com.mx/el-destape-una-historia-cualquiera/akiles-boy/
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