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El filosofo Michael Onfray en su libro Teoría del Viaje (Taurus, 2016) sostiene que elegimos los destinos casi tanto como ellos nos eligen a nosotros. Hay una correlación entre el espíritu, el temperamento y los elementos que hacen que gravitemos hacia un punto y no otro. Suena a una paparrucha hasta que te pasa. En los grandes paquetes que te pasean por Europa, casi siempre omiten la ciudad de Lisboa.

La capital portuguesa es uno de los grandes destinos turísticos del mundo, sin embargo, pocos activamente tienen el deseo de ir a visitarla. No sé de dónde, ni sé por qué, pero en mi existía un deseo intenso por ir a visitarla. No había visto ninguna película con la ciudad de fondo, ni libros ni nada. Mi conocimiento no iba mucho más allá de los datos que cualquier atlas te podía otorgar, pero me llamaba. Era algo en la forma de pronunciar Lisboa, que ya sea en español, portugués o incluso en inglés, denota seducción discreta pero marcada.

Tal vez era lo que representaba a nivel histórico: los grandes exploradores de la Era de los Descubrimientos habían salido de sus aguas. Para alguien a quien el bicho viajero estaba empezando a hacerle efecto, era un lugar ideal para conectarse con el espíritu de aventura. El punto es que, desde ese día de mayo que aterricé en tierras lisboetas hace cuatro años, nada volvió a ser igual.

Fue amor a primera vista. Con cuatro líneas e iconogramas simples pero elegantes que indicaban las estaciones, el metro es sencillo, la justa medida entre ser agradable y cumplir su función. Acogedor, se podría decir.

Cuando me salí en la estación Anjos, ya lo había situado como mi segundo favorito.

Las calles de Lisboa están conformadas por amarillentos mosaicos (originalmente blancos) que a veces forman patrones y figuras, el famoso empedrado portugués, que no es exclusivo de las avenidas principales o más icónicas. En esta ciudad, todas sus callejuelas tienen la misma oportunidad de reflejar belleza. En sus calles menos transitadas se respira tranquilidad entre los muros color pastel, donde a veces resalta uno cubierto por azulejos, el aspecto más icónico de Portugal.

Esta sencilla forma de decoración, legado de la ocupación musulmana en la península ibérica, hace que incluso el más ordinario de los edificios obligue a posar la mirada. Como casi toda ciudad europea, es de calles estrechas y edificios muy pegados, especialmente conforme uno se acerca a la Praça do Comércio, la cual, al llegar, da una sensación inesperada de libertad. Rodeada en tres de lado por edificios con arcos que dan espacio a restaurantes y cafeterías, es un lugar muy agradable para simplemente estar, ya sea viendo el amanecer o el atardecer, mientras el sol se refleja en los muros amarillos y la brisa del rio Tajo te refresca.

Y si ver el oleaje del rio no es lo tuyo, siempre puede girarte y ver el monumental Arco da Rua Augusta, haciendo contraste entre el cielo azul, el blanco mármol del que está hecho y el amarillo real de los edificios que lo flanquean.

No hay mejor manera de apreciar una ciudad que caminándola, aunque en Lisboa esto viene a un precio.

Al igual que Roma, se le conoce como la ciudad de las 7 colinas, cada una con un mirador desde donde apreciar la arquitectura. Sin embargo, pareciera que son muchas más. Por eso mismo han implementado elevadores y funiculares, como el de Santa Justa, una construcción de hierro oscuro estilo neogótico que resalta entre los azulejos. Sin embargo, después del choque inicial, uno entiende que es ahí donde debe estar. Tiene esa misma esencia de discreta elegancia. Sin embargo, uno sigue andando por los barrios de Baixa, Chiado, Barrio Alto y Alfama, pesar del dolor en las pantorrillas. Lo hace por al final de cada cima, de cada escalera, siempre hay un edificio o una vista como recompensa, pero que te invitan a seguir subiendo y explorando: nuevas expresiones de belleza se insinúan desde los callejones. Y una vez que las piernas no dan más, siempre está el tranvía.

Tristemente, es tan turístico que siempre está lleno y uno no puede realmente disfrutar la maravilla que es esta forma de transporte. Un sobreviviente al paso de tiempo, con asientos de madera que te transporta a varias zonas de la capital, las más antiguas y también las que más exudan alma lisboeta, pero también a la época que tú quieras. Porque esa es la magia de Lisboa. Hay ciudades que van cambiando su fachada con los años de tal forma que, si uno ve fotografías de años atrás, casi no la reconoce. Lisboa da una sensación atemporal. Siempre ha sido así y siempre será así. No tiene por qué cambiar. 

Incluso sus construcciones más modernas no desentonan con el estilo de la ciudad. Uno nunca pensaría que una estructura de concreto y acero que se extiende hasta desaparecer entre el azul del cielo y el agua podría hacerte decir “qué hermoso”, pero así es con el Ponte Vasco da Gama, el más largo de Europa.

Es un estilo único, fruto de años de intercambio cultural y de influencias de muchos lados.

Así lo denota el Monasterio de los Jerónimos, donde uno se puede pasar horas admirando los arcos y el detalle de sus molduras, o la torre de Belem, destacando solitariamente en la orilla, reafirmando su excepcionalidad. Y una vez que hemos mencionado Belem, el nombre inmediatamente remite a los pasteis. Desde 1837 esta delicia portuguesa ha conservado la receta origina en secreto. Tibio, cremoso, con las notas de canela y azúcar glas, sentado al pie del Monumento a los Descubridores mientras ves el agua fluir, es una buena forma de apreciar los regalos que Portugal le ha dado al mundo.

Pero no se puede venir a la capital de los navegantes y los exploradores sin hacerte a la mar, aunque sea para cruzar al barrio de Almada, al otro lado del Tajo. El 26 de mayo, un día nítido y soleado, tomé el ferry desde la estación Cais do Sodré rumbo a Almada, buscando el Ponte Final, un restaurante a la orilla y con, según me dijeron, una de las mejores vistas de Lisboa. No se equivocaron. Con el sol cayendo, la ciudad brillaba. El rio y los azulejos, el mármol blanco de sus iglesias y monumentos, las calles empedradas me daban una imagen que siempre destellará en mi memoria. La brisa, esa misma que llevó a muchos a explorar el mundo pero que me trajo a mí, refrescaba el atardecer.

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