Todos estamos en busca del futuro, sin embargo es difícil llegar a alcanzar lo que no es. El futuro es aquello que puede ser pero nunca llega a serlo. Es esta búsqueda incesante la que abre una herida en nosotros.
Además, de vez en cuando el pasado toca a nuestra puerta para recordarnos que antes fuimos más felices, o más guapos, más llenos de ilusión, más armados. El pasado siempre quiere que volvamos, conspira con la nostalgia para atraparnos, el pasado no quiero dejarnos salir.
El tiempo nos lastima porque nos cuesta aceptar que solo podemos existir en el presente, la única fracción temporal que tenemos, la única que nos constituye, la que somos ahora.
Pero también es cierto que el pasado forma parte de nosotros, que gracias a él llegamos a ser quienes somos y que el futuro nos llama para no quedarnos inmóviles.
Lo que en realidad importa es poner el tiempo en su lugar
Entonces, lo que en realidad importa es poner el tiempo en su lugar: debemos poner el pasado en lo que fue, arroparlo, dejarlo dormir en el corazón. Agradecerle por traernos hasta el ahora, hasta nosotros. Y al futuro tenderle un puente para que nos alcance, sin buscarlo, sabiendo que siempre escapará a nuestro paso, y aceptar su naturaleza eludible, inquieta, inasible. Admitir a este eterno desconocido que cambia cuando lo encuentran, que hiere sin querer, porque promete lo que no se alcanza. Pero no es su culpa, es que al futuro le asusta estar solo, por eso promete regalos que no entrega.
Es decir que el tiempo es nuestro verdadero maestro, un amigo de dos caras que nos entrega razones para agradecer y perdonar.
Agradecer al pasado por traernos, por cuidarnos, y luego guardarlo con cariño y mantenerlo vigilado para que no se escape, porque cuando el pasado se nos escapa, nos llena los ojos de lágrimas.
Y perdonar al futuro por herirnos con la promesa, por alejarnos de nuestro presente, es decir de nosotros.
Cuando sientas que alguno de ellos te llama, guarda silencio, deja que te enseñe lo que necesita mostrarte, y luego, ponlo en su lugar.