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Mis primeros clientes. Yo no elegí ser vendedora, esa profesión me la dio mi madre. Mi primera venta la hice a los seis años en el 1º C. Para ir a estudiar mis hermanas y yo, caminábamos con mi mamá durante treinta minutos, para llegar a la Primaria que está cruzando la calzada Ermita Iztapalapa. De regreso a casa, había una enorme dulcería, que nos servía de pretexto para echar carreras y dejar atrás a mi mamá.

Nos adelantábamos para entrar,  emocionadas, a llenar nuestros pulmones con el olor a dulce. Nos gustaba mirar las vitrinas repletas de cajas de colores y adivinar el sabor de los caramelos, ya que no comprábamos; porque en casa  el sueldo de mi papá se iba en pagar la luz, la comida y el gas.

En una de tantas carreras, mi mamá decidió comprarme la primera bolsa de “Charritos”, era una bolsa grande que contenía 50 bolsitas individuales de churritos de maíz enchilado. Ella me explicó cuánto costaba la bolsa y en cuánto se debían vender para ganarle el 100%. En casa con sus monedas practicábamos  para dar el cambio de los pagos con un peso, con dos y con cinco. Esa noche guardé mis útiles junto con los charritos; al día siguiente, caminé con la mochila abultada, durante todo el camino me temblaban las piernas, aún no sabía cómo haría yo para deshacerme de esos churritos.

 –¿Mamá, qué voy a hacer si la maestra me regaña por estar vendiendo?–. –

  • No, cariño, la maestra no se va a dar cuenta, porque tú primero le vas a decir a  Lucero que traes en la mochila churritos para vender, en $.50 centavos cada uno, que les digan a los demás y los que quieran, que te pasen el dinero; te tienes que poner muy lista con las cuentas y ofrecerlos antes de que salgan al recreo. Lucero vivía en la misma colonia que yo, algunas mañanas caminábamos juntas para llegar a la escuela delante de nuestras mamás que platicaban todo el camino, mientras nosotras planeábamos el juego para el recreo, llenar los botes del frutsi para patearlos en el patio de tierra o pedir el balón de básquet.    

Toda esa mañana,  sentí muchos nervios y vergüenza, me tocaba la cara y la sentía caliente y pensaba que seguro estaba roja de vergüenza, tenía ganas de salirme al baño con la mochila y echar a la basura aquellos dulces.

Pero no pude levantarme de mi pupitre y al estar sentada en la clase, recordé las noches en que mi mamá, nos mandaba a dormir sin tomar la leche, las tardes en que entrábamos a la panadería con la ilusión de comer pan dulce y terminábamos llevando solo bolillos para comerlos en casa con mantequilla y azúcar.

Me tardé media mañana en decirle a Lucero, me daba pena, no sabía qué iba hacer si me rechazaban, tenía miedo de que me escuchara la maestra; aunque yo no era de las alumnas que le diera problemas.

Mi mamá nos mandaba diario con el uniforme limpio, bien planchado, los zapatos boleados y bien peinadas. Siempre fui de las más pequeñas del salón, mi aspecto era como de un “huesito”, con cabello lacio, negro. Con la frente despejada, nunca pude hacer una mala cara, ni una mueca a la profesora mientras impartía su clase. 

Conforme sacaba las libretas, los charritos caían al piso, fue Ivonne quien me preguntó:

 – ¿Para, qué traes tantos dulces?.

Lo que vino después fue una serie de pedidos de las filas de atrás, con los centavos envueltos en cachitos de hoja con los nombres de mis primeros clientes: Mario, Enrique, Erich, Lucía, Martha, Sonia. Yo sonreía al identificar la letra de todos mis amigos, yo creo que todos me compraron, porque siempre que pedían un lápiz o una goma, yo se los prestaba, en el recreo jugaba con todos y a veces formada en la fila de los tacos o los refrescos, los metía o les compraba su orden. 

Para antes del recreo no tenía ni un churrito en la mochila; salí de la escuela corriendo para encontrar a mi mamá y emocionada darle la noticia: 

– ¡ Mamá, vendí todo, gané veinticinco pesos ! – Muy bien, cariño, ¿ya ves? , no fue tan difícil. Tú eres muy inteligente – .

Ese día con la ganancia, mi mamá nos compró barritas de congeladas, que vendían en bolsitas de colores, sin marca. También alcanzo para regresarnos a casa en la pesera que nos ahorró la media hora de camino bajo el sol.

Nos bajamos enfrente de la dulcería y mi mamá me volvió a comprar otra bolsa de “Charritos”.  Me hizo feliz saber que mi mamá y yo  habíamos encontrado una forma de conseguir las cosas sin presencia de mi papá. 

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