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Tantos años complicándome la vida y quejándome de lo injusta que parecía ser, esforzándome por lograr algo… lo que fuera, y llegar a la noche de cada día sin saber si lo había conseguido porque ni siquiera sabía lo que realmente quería.

¡Y pensar que es tan fácil ser feliz! Tan sencillo, que me resultaba difícil creer que fuera cierto, así que buscaba los caminos más empedrados, pues no sé en qué momento, al igual que la gran mayoría de las personas, “compré” la idea de que la vida tiene que ser dura y es necesario sufrirla para “que valga la pena”.

Que valga la pena

Una expresión que prefiero evitar desde hace ya algún tiempo es justamente esta: “que valga la pena”.

¿Por qué voy a hacer voluntariamente algo que me cause penar, sufrimiento o dolor espiritual?  Eso de ser la víctima, la mártir o la próxima en la fila de la flagelación, ya no va conmigo.  Decidí cambiar mi estrategia e intentar ser voluntariamente feliz y vivir agradecida por cada circunstancia y momento, y entonces descubrí un maravilloso secreto: ser feliz es mi decisión personal y es un poder que se genera desde mi interior.  Yo elijo si bloquearlo o desarrollarlo y dejarlo fluir.

Si voy a hacer algo, debe ser algo que yo deseo, para que valga el esfuerzo que le imprima, para que valga el tiempo que le dedique,  para que valga la pasión que le suministre.  Que valga la disciplina, la preparación y el mantener vivo el deseo. Haciendo que la felicidad sea el combustible para mí trayecto.

Mi arcoiris

Un día, gracias al apoyo y acompañamiento de mi familia, mi madre y mis hermanos, cuando sentí que ya no había nada nuevo ni bueno para mí, supe que nada tenía que perder si intentaba ser feliz tan sólo por ese día.  Al siguiente día hice lo mismo: intentar ser feliz sólo por ese día.  Y los siguientes días lo fui haciendo igual… Y así lo he venido haciendo, día a día… acumulando días, celebrando nuevos años, logrando mis proyectos. Y llegando a cada noche, satisfecha, agradecida y sonriendo.

Comencé a aprovechar lo que siempre tuve disponible, pero no lo había notado. Tomé el azul profundo del cielo y el tormentoso gris de algunas nubes, el naranja del sol naciendo y el blanco de la luna llena, el púrpura de mis absurdas fantasías y el amarillo de mis grandes éxitos, el verde de la esperanza siempre viva y el rojo de la sangre que corre por todo mi cuerpo. Tomé incluso el negro de algunos recuerdos y el dorado de mis más locos proyectos.

Y así, con los colores infinitos del infinito universo, le doy color a mi arcoiris y yo misma lo diseño, día a día, con toda libertad y de acuerdo a mis muy personales gustos y deseos.

El encierro me liberó
La historia de pandemia que quiero contar

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