[…] según una costumbre antigua, algunos parlamentos liberaban al condenado a muerte ‘si una muchacha lo pedía en matrimonio’. Varios ciminales escaparon así del suplicio, como nos lo informan las colecciones de fallos. Esta actitud de clemencia judicial turba a los criminalistas, que se esfuerzan en encontrarle una explicación: según Chasseneux, ‘el matrimonio es también un suplicio’; según Despeisses, ‘el matrimonio es una pena más dura que la muerte.’”
Poementario
Sangre por sangre
dolor al dolor
sangre de la carne
ley del Talión
pena capital
piadosa la crueldad
al borde del cadalso
el último suplicio
el juez y el verdugo
matan por oficio
Sin duda, la historia de la pena de muerte es la historia del sadismo humano. Homicidio, adulterio de la mujer, incesto, hechicería, mala conducta de una sacerdotisa, robo, encubrimiento, bandolerismo, crímenes de lesa majestad, quema de cosechas, apostatía, falsificación de monedas, envenenamiento, violación de tumbas, provocación de incendios, “forzamiento de la mujer” (violación), sacrilegios, blasfemias y hasta la práctica de las matemáticas (¡!) han sido acciones que en la historia de la humanidad han sido castigadas con la pena de muerte.
Han existido periodos de la historia en que casi cualquier delito podía ser castigado con la piadosa crueldad.
Y así como los delitos han tenido mucha variedad, es de remarcar la creatividad del ser humano para castigarlos. La sed de sangre es su común denominador. Ahogamiento, hoguera, empalamiento, lapidación (que llegó a incluir reglas tales como: “que no se realice con piedras muy pequeñas que no causen heridas ni por piedras muy grandes que causen la muerte inmediata”), crucifixión, todas las herramientas de horror de la inquisición, guillotina, cámara de gas y la silla eléctrica, hasta llegar a la actual inyección letal. En ocasiones, el espectáculo sangriento no era suficiente y el condenado debía pasar por la tortura procesal, legalizada y obligatoria.
La pena de muerte ha sobrevivido hasta nuestros días porque los que la apoyan siguen presentando los mismos argumentos de milenios atrás: el castigo ejemplar. Pero han estado profundamente equivocados.
“La intimidación provocada por la pena capital no es más que una engañifa: muy al contrario, presenciar una ejecución produce a veces el efecto inverso. Así, los abolicionistas de otros países hacen notar que, habitualmente, a poca distancia del lugar donde se cumple una ejecución se cometen otros crímenes.” (Imbert Jean, 1993, pp. 99)
Creen que matan dos pájaros de un tiro.
Eliminan a un delincuente y con su muerte se les enseña a otras personas cómo terminarían de actuar como éste. Por ello, si no era suficiente la sed de sangre de los métodos de tortura hasta la muerte, el cadalso se convirtió en el espectáculo público favorito de la sociedad antes de la televisión. Plazas centrales y valles han sido los escenarios favoritos del último suplicio. Pero se llegó a demostrar que los índices delictivos aumentaban después de una condena pública. La sangre llama más sangre.
Tal vez el mejor ejemplo actual de esto sea la sociedad estadounidense, que todavía practica la pena de muerte en estados como Texas. Es una sociedad que vive con miedo constante al otro, quien sea, la sola presencia del otro les causa terror. Por eso (y por el gran negocio que esto representa), la violencia es su verdadera moneda, la transacción más común del día a día. Armas, pena de muerte, aceptación de la tortura. Todo sea para que nada más sobrevivan los buenos. El crimen violento provoca la condena más violenta que a su vez alimenta la ejecución de más crímenes violentos.
La pena de muerte se sustenta en algunos de los más grandes pensadores que han expresado su opinión sobre este método, y también en muchos de los pensadores más importantes sobre la pena de muerte misma. Así, por ejemplo, repasa el doble discurso de la iglesia católica durante la edad media, en que apoyaba la pena de muerte, a pesar de tener un mandamiento que ordena no matar. El ejemplo más claro de esta ambivalencia es san Agustín.
¿No es usurpar los derechos de Dios, único dueño de la vida?
San Agustín
vs
[…] existen, sin embargo, casos en que puede darse la muerte sin pecado, como cuando un soldado mata a su enemigo o cuando un juez falla una pena capital contra el autor de un crimen.
San Agustín
¿Entonces la iglesia católica apoyaba o no la pena de muerte? Sí. Tal vez no del todo en la teoría, pero sí en la práctica.
En cuanto a los teóricos abolicionistas, Imbert acude al autor más importante en este sentido, Cesare Beccaria y su De los delitos y las penas (1764). El italiano presenta la idea de que la pena de muerte es un exceso y el espíritu de las penas debe ser el reformar al delincuente, no implantar la ley de Talión. Aunque de inicio sus ideas fueron mal recibidas, al acercarse el final del siglo XVIII, Toscana y Austria las llevaron a cabo con un éxito efímero, pero fue hasta el siglo XIX que los movimientos abolicionistas avanzaron en gran parte del mundo, con Bélgica y Luxemburgo a la cabeza.
La pena de muerte es la historia de la misma.
Se cuenta su evolución desde la antigüedad (egipcios, hebreros, griegos) hasta la última década del siglo XX. Tiene una inclinación muy marcada a la historia francesa de la pena de muerte, y vaya que es vasta, empezando por uno de sus más grandes símbolos, la guillotina. Pero no peca de eurocentrista. Aunque sea muy por encimita, también toma en cuenta la situación del juicio de sangre en África, Medio Oriente y América Latina.
Para echarse un clavado en el estado de la pena de muerte en México, según la constitución de 1917
La lucha efectiva contra la pena de muerte lleva más de 250 años activa y todavía quedan territorios donde la abolición parece lejana, no sólo Estados Unidos, sino países de Medio Oriente y el norte de África, como Marruecos. Incluso en los países donde ya se encuentra abolida, cada cierto tiempo nacen nuevos brotes o casos muy llamativos que la ponen de nuevo en el centro de la opinión pública. Son esos momentos cuando es necesaria la lectura de libros como La pena de muerte, para eliminar la sed de sangre.