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Olía a esa humedad desagradable de encierro, es un aroma a viejo donde se guardan las cosas y ahí se quedan, olvidamos que existen y cuando las encontramos traen consigo el olor de antigüedad. Hay casas, lugares y personas que son así, desde que entré tuve la sensación de mirar algo que hace años nadie veía.

Con la mano recogí el polvo de la mesa, sin reparar que dejé una caricia suave en la superficie. Soplé de mi palma lo que había quedado en ella y vi una nube gris así fuera un hechizo para que el teclado cobrara vida una vez más. No fue así, esas teclas no sonarán nunca más, de cualquier modo, imagino que sí.

Me siento en el banco, cierro los ojos y hago mi interpretación, al final del acto la gente aplaude de pie. No está permitido entrar a otras habitaciones, pero nadie me ve y si lo hacen no habrá ruido ni sombra que apague mi curiosidad. El polvo y la ceniza se levantan mientras camino. Cada cuarto que atravieso me hace extrañar la intensidad del color, este lado se quedó gris y en silencio, a diferencia de la cocina y el comedor.

Evito entrar porque las siluetas se dispersan y el olor a tabaco marea. Los señores rodean la chimenea y el único que fuma de una pipa me ha guiñado un ojo.

Un guiño, siendo la señal universal de la confidencia. En el comedor los jóvenes ríen ignorando las expectativas que los persiguen, voy a la cocina donde las señoras lavan los trastes y preparan el postre, pero nadie percibe su poder de atracción sobre mí.

Me vuelvo al final de la casa, donde se encuentra el ventanal que da al patio trasero, estoy de regreso al lado silencioso, y el bullicio que acabo de presenciar se desvanece sutilmente en el aire.

El ventanal tiene una cortina translucida, por lo que me detengo a observar a los niños jugar. Corrí la cortina y en el reflejo veo al señor de la pipa que me observa una vez más y sonríe. Quedo inmóvil, firme como el tallo que una rosa marchita, me dice algo al oído y siento su aliento en mi cuello antes de irse.

Entré al cuarto y el aroma a añejo es más concentrado, roció un perfume que solo distrajo mi olfato unos minutos. En todo momento lo acompañé, soporté y también sufrí. Me quise ir, pero me quedé. La última vez que sostuve su mano, se sintió suave y tibia. Las manos tibias son afortunadas en verano, no estaban húmedas por el sudor, si no frescas y tersas. Encontrarse postrado en la cama le permitió suavizar cualquier textura áspera de sus manos. La besé para agradecerle todo lo que construyó, lo disfrutó por un tiempo, pero ahora le toca descansar. Ahora son mis manos las que se volverán callosas para evitar caer en un colchón sin soporte.

Cada viernes a medio día suenan las campanas, pero esa vez yo solo escuché a la discordia hablándome. La fui a buscar y a pesar de que logró escabullirse varias veces en un tercer intento la pude agarrar, la sujeté contra mi pecho y no la solté. Me eligió entre todos y yo la preferí sobre todos, fue guardiana de mi alma porque ella me buscó, pero yo la encontré.

Fue entonces cuando diagnosticaron que mi creencia es una superstición, aunque insisto que los eventos son repetitivos y que todos estamos condenados a repetir los mismos errores.

Había mañanas que llegaban como lluvias veloces y con fuerza, me volvían rabiosa y sin miedo, en las otras me convertía en humo denso y disperso. Después de no sé cuántas semanas me decidí a por fin tender la cama. Fui al sillón porque los días se ven más soleados desde ahí, tal vez es la ventana o tal vez es porque me lavé la cara. Es una suerte que el sillón no tenga sábanas, así puedo pasar días sentada viendo el mismo cuadro y nadie podría saber cuánto tiempo dediqué a llorar por el mismo tipo que dejó a sus fantasmas en mi habitación.

La escalera en la pared equivocada.
Todos merecemos un retiro feliz y tranquilo.

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