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Para mí nunca había sido tan real eso de la muerte de la que tanto hablaban y a la que tanta gente le temía o le rendía culto al menos una vez por año. Me parecía, más bien, una figura decorativa, una protagonista de películas de terror, incluso el pretexto ideal para lucir un buen disfraz. Nada más lejano de mis pobres conceptos.

Creo que mi primer encuentro cercano con la muerte tuvo que ver con “el Duque”, un perrito pequinés que ya existía en mi familia no sé cuánto tiempo antes de que yo naciera y al cuál vi morir “de viejito”, según mi madre.

Al que más le dolió la pérdida fue a Sebastián, mi hermano cuatro años mayor y el único hasta donde sé. Y es que “el Duque” fue su mascota desde antes de que aprendiera a caminar.

Mi madre cuenta que era un perro tan inteligente que cuando jugaba con Sebastián en el patio o el jardín de la casa, le ayudaba a formar los carritos de plástico en fila india, pero que en cierta ocasión que a mi hermano se le ocurrió probar la manguera con él y mojarlo por completo, “el Duque” simplemente se dedicó a tomar uno de los muchos carritos formados, y tras masticarlo y dejarlo como lo que las compañías aseguradoras llaman “pérdida total”, se acercó nuevamente a la fila y lo dejó justo donde lo había tomado, pero con unas pequeñas modificaciones en la carrocería. Recuerdo que la muerte de “el Duque” no me sobrecogió tanto como ver a mi hermano llorar ante su cadáver.

Mi hermano que parecía un monolito, al que jamás antes había visto llorar y que, hasta la fecha, creo que puedo contar con los dedos de una mano las veces que lo he visto así. 

Entonces la muerte llegó implacable, como suele hacerlo y arrancó de mi lado al primer ser vivo con el que había establecido vínculos afectivos, claro que a las 6 años yo no sabía eso; tuve que aprenderlo varios años después y no precisamente de la manera más delicada.

Por ahora no podía dejar de ver con una tristeza jamás experimentada cómo se exprimían los ojos de Sebastián, de mi madre y al comenzar a ver borroso supe que los míos también se sumaban al cuadro fúnebre.

¿Por qué no me conmovían las noticias de la tele? “Decenas de muertos y tantos más heridos fue el saldo que arrojó un coche bomba en Palestina…”. Claro, cómo podía sentirlo si ni siquiera sabía dónde quedaba ese lugar y no tenía nada que ver con las víctimas, además lo único que escuchaba decir siempre era: “… pobre gente, mira nada más cómo quedaron…”. No era duelo, era morbo.

¿Cómo podía sentir más la muerte de un viejo pequinés ante la de cientos de seres humanos? No tenía una respuesta para eso.

Pero ver el llanto inundar los ojos de quienes quieres y saber que es provocado por la pérdida irreparable de alguien que quieres es el origen, sin duda, del primer pinchazo al corazón, al menos cuando tienes 6 años y muchas cosas son incomprensibles.

Así aprendí que la muerte duele y mucho, pero sólo cuando se rompe ese hilo que une al que se queda con el que se va; aunque ahora sé que tampoco se rompe del todo.

Sufre averías y puede perder varias fibras que adelgazan su grosor; sin embargo, sólo se rompe cuando el olvido lo corta para siempre.

Me alegra saber que el hilo que me unió a “el Duque” no se rompió ya que de lo contrario no podría contarte esto.

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