Les juro que no estoy loco.
Aunque tengo que aceptar que estoy perdiendo la cordura, me es difícil diferenciar la realidad de la fantasía; mis ojos rojos e hinchados no son síntomas de locura se los juro, llevo no sé cuántos días sin dormir. No puedo, el solo hecho de cerrar los ojos ya es una pesadilla, no puedo olvidarme de esa mirada tan penetrante y fría, unos ojos que hipnotizaban, que helaban la sangre.
Antes de que me juzguen y decidan si estoy o no cuerdo, les contaré como llegué hasta acá y que el fin de este escrito es para dar cuenta que ciertamente no conocemos todo lo que pensamos que es el mundo.
Vengo de una tierra más avanzada que donde estoy ahora, hijo de unos padres que fallecieron cuando yo era un crío, me terminé de formar, si así se puede decir, en el orfanato del pueblo. Cuando crecí la forma más fácil de sobrevivir fue hurtando la comida de los mercados y a uno que otro inocente.
Me llevaron a juicio
Así me gané la vida y fue justamente así que la guardia me sorprendió tomando una patata. Me llevaron a juicio y determinaron que tendría que hacer un servicio a la corona y a la comunidad. Dos opciones dio el juez: embarcarme como esclavo o como sirviente de cámara de los frailes para ir a la tierra nueva. Naturalmente elegí la segunda.
Entonces ya se hablaba de estas tierras, de las riquezas que guardaban y de la cantidad de oro que podías encontrar; muchos de los ahora terratenientes del país se fueron siendo unos pobres diablos como yo y regresaron con fortuna. Por supuesto era mi oportunidad, irme de aquí, llegar a las nuevas tierras, hacerme rico y quizá nunca regresar, después de todo este pueblucho nunca me trató bien.
Fue entonces que el 14 de agosto me embarqué como ayudante de Don Tomás, fraile que encabezaba la misión de enseñanza a las personas que vivían más allá del océano. El viaje no fue malo, aunque sin duda mucho mejor que si hubiera viajado como los demás esclavos miserables. Mis tareas fungían en obedecer todo lo que me pedía Don Tomás y los demás sacerdotes.
Una tierra desolada
Durante el viaje, el viejo me enseñó a escribir y leer, lo básico con lo que ahora pueda escribir estas palabras. Después de semanas de sortear las aguas, llegamos a tierra firme, una tierra desolada, virgen, lejos de todo aquello que conocía.
Después de caminar algunas horas, llegamos a una comunidad pequeña, con casas hechas de adobe -si a eso se le podía llamar casa- la gente usaba trapos que les cubrían sus partes. No imaginaba cómo en un lugar en estas condiciones se encontraba oro, y si había ¿en qué lo ocupaban? Si las leyendas eran ciertas en algún lugar tendría que estar y en cuanto lo descubriera sería mío. Durante varios días me involucré con la gente, comenzamos conociendo sus creencias, adoraban a más de 4 dioses.
El maldito tiempo pasaba y yo no encontraba ninguna riqueza —paciencia— me dije.
Un día el fraile nos dijo que los lugareños nos llevarían a la choza de su “sacerdote”.
En lo alto del cerro fuimos Don Tomás y yo, entramos y nos presentó a su familia. Cuando nos llevó a la sala donde estaba su altar me quedé atónito. Ahí estaba el tesoro del que todos hablaban, oro y piedras preciosas.
Mis ojos brillaban como esos rubíes, era la primera vez que veía algo tan hermoso y pronto sería mío. En eso estaba cuando sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo, al apartar mi mirada, mis ojos se encontraron con otros, unos que al igual que el oro nunca había visto. Era una anciana.
Sus ojos no se apartaron de los míos y yo por más que quería desviar mi mirada no podía. Era como si supiera lo que pensaba, como si estuviera viendo en mi interior. Me puse nervioso, comencé a sudar. Por fortuna el fraile se acercó a la vieja y pude regresar de mi trance.
(CONTINÚA LEYENDO PARTE II)