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Octubre, mes de sorpresas, de vientos enrachados que se llenan de sueños y prosiguen con la esperanza. Madrugadas excelsas que sutilmente embriagan de belleza indescriptible, enraizadas en ecos de aves que pululan en lo alto, a veces tímidas como no queriendo opacar el paisaje con sus cantos.

Madrugada semi fría que se vuelve espejismo en el oasis presuroso de una alborada que pronto desaparecerá. Alzo la vista al cielo, se siente la euforia de ser partícipe de una verbena de diminutas e incandescentes estrellas alineadas por sus formas, unas más grandes, otras pequeñísimas, formando parte del gran cosmos; todas necesarias e importantes.

Algunas las atrapo y lleno de ellas mis bolsillos, otras me arañan, se vuelven intrusas, me miran con recelo. No permiten hacerme de ellas. Recorro su estreches, les hablo y les digo por su nombre. Las formo y hacemos una revuelta y sonríen. Deshago al Orión, le cambio de nombre, lo mismo con las más grandes constelaciones que les dirijo miradas de lujuria y ceden, se vuelven hacia mí y las abrazo, las cubro con la piel ávida de sentir el calor inigualable de esos pequeñísimos astros que hacen de mi vista una espectacularidad única, diferente y completamente increíble.

Son los amaneceres de este mes, algo que no pierdo de vista, y a diario lo hago, me quedo pausado, estático, como estatua sin vida, pero que su presencia ejerce una manera de ser diferente y no tan normal como tantos que caminan sin rumbo fijo sin más fuerza que su propia fe. Sonrío y ellas lo saben.

El manto etéreo se cierne lleno de gala, se sabe observado y un advenedizo y fugaz meteoro mete su cuchara y se vuelve personaje secundario en una obra jamás contada. La luna no se aparece, tal vez no le he puesto la atención necesaria que debería, sin embargo, jamás la olvido, la traigo cerquita de mí, ahí donde nacen los suspiros y se acaban las palabras, ahí mismo donde brota de palpitaciones mi inspiración.

Otras tantas ocasiones las acomodo como notas en pentagrama, dándole un valor inequívoco en la sinfonía de mis latidos. Me gusta observar el cielo, saciarme de su esplendor, de llenarme de lo simple. Son las mañanas el sentido que le da otro matiz a este ser, que solo se sujeta a los cambios, cuando ya no hay más que hacer, donde tengo una vida nueva; son las mañanas en donde vuelvo a renacer…

Se los comparte su amigo de la eterna sonrisa

Edgar Landa Hernández.

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