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A menudo me pregunto, cuando se me estropea algún artefacto como si su caducidad se presentara tan de súbito que simplemente no lo vi venir, ¿hasta dónde es capaz de llegar la obsolescencia programada? Para hacer sustanciosa la pregunta, comencemos por definir, en primer lugar, qué rayos es la obsolescencia programada.

La obsolescencia programada, como su nombre lo indica, es la programación que tienen todo tipo de productos de manufactura para perder su funcionamiento hasta convertirse en algo completamente obsoleto, algo tan inútil como una nevera en plena Antártida, ¡vaya! Sin embargo, no se trata de una obsolescencia fortuita conducente a la descompostura natural, (pues todo por servir se acaba), sino que se trata de una obsolescencia programada aposta, de manera intencional, creada y diseñada a propósito para hacer que el artefacto acumule un número determinado de horas antes de dejar de funcionar cronométricamente, en la mayoría de los casos por el conocimiento del comportamiento de los materiales de que está diseñado, en los casos más estrafalarios y maquiavélicos, porque están integrados con un componente electrónico, un chip (por decirlo así) que esconde en sus entrañas la fatídica instrucción de fallar, de descomponerse de buenas a primeras tras el cúmulo determinado y previamente programado de horas de vida o funcionamiento, algo parecido a lo que nos pasa a los seres humanos cuando dejamos de funcionar debido a la propia información contenida en nuestros cromosomas, esas pequeñas cápsulas de información genética que gobiernan nuestro cuerpo y rigen nuestra salud.

El caso es que la obsolescencia programada responde a un motivo en específico: compras frecuentes y repetitivas, y lo que está detrás de este objetivo es la producción masiva del producto, pues si estos fueran imperecederos su consumo sería limitado por parte del consumidor, ya que bastaría con ser adquirido una sola vez en la vida para que durara más que el comprador mismo y no habría maximización de los beneficios por parte de las compañías.

En cambio, la calidad con la que son diseñadas las cosas hoy en día es cada vez menor (y eso podemos constatarlo con las cosas que adquiríamos antaño), con una traza más frágil, previendo por parte del fabricante la constante renovación del producto; haciendo de ello un verdadero sustento de vida para los corporativos que nos tienen comiendo de su mano conforme gozan de los máximos beneficios. Es decir, la obsolescencia programada es el motor oscuro de la sociedad de consumo, nos guste o no; justifiquemos cada compra, o no.

La verdad es que antes las cosas duraban más. O acaso ¿hay alguien que no haya dicho alguna vez que los productos estaban mejor hechos antes, refiriéndose a cosas que van desde juguetes hasta electrodomésticos como refrigeradores, hornos, lavadoras o incluso zapatos o cualquier otra cosa de uso diario?

Sí, hemos llegado al límite de la sinvergüencía adquiriendo un sinnúmero de productos incapaces de durarnos lo suficiente para que nos deshagamos de ellos botándolos a la basura mientras vamos a adquirir uno nuevo al supermercado más cercano en un ciclo devastador de desecho/adquisición; generando un abismo de contaminación ambiental y un gasto innecesario de recursos no renovables a la vez que socava nuestra economía personal pues, en lugar de utilizar esos recursos para generar mayor bienestar a nuestras sociedades pudiendo ser invertidas en infraestructura o en servicios de calidad de primerísima necesidad (a los que pareciera que también han sido víctimas de la obsolescencia programada), hemos de gastarlos a merced de tal círculo vicioso interminable.

Démonos cuenta, entonces, que ese círculo vicioso, ese modelo de consumir y consumir y adquirir préstamos para continuar consumiendo algo que poco necesitamos, implica una flagrante contradicción de manera que quien piense que un crecimiento exponencial e ilimitado es compatible con un planeta limitado, claramente no merece vivir en este mundo.

La gran pregunta que se abre paso es ¿cómo terminar con la obsolescencia programada? ¿Cómo prescindir de esta nueva, rigurosa y velada norma que socava la calidad del producto, que lo condena al fracaso? La respuesta no es sencilla, para responderla hay que poner sobre la mesa un sinnúmero de cuestiones técnicas siempre alineadas a una férrea brújula moral y todo tipo de consideraciones éticas porque resulta una aberración adquirir un producto diseñado específicamente para que falle. Porque eso precisamente es la obsolescencia programada: la ingeniería diseñada y aplicada para que un artefacto deje de funcionar. ¡Vaya barbaridad!

Sí, en la actualidad, lo que estamos comprando y consumiendo es algo poco más que la inmundicia de moda, desde teléfonos celulares, computadoras, televisores y toda una gama de componentes electrónicos de línea blanca para el hogar hasta ropa, calzado, cubiertos y un sinfín de porquería que se convertirá en un residuo en un tiempo mínimo estimado o tolerado por el consumidor. Todo para comenzar nuevamente el ciclo del desecho y nueva adquisición hasta el hastío, o hasta que alcance, no el dinero en sí, sino la vida para continuar ganándolo, produciéndolo; para reinvertirlo en una nueva piltrafa exhibida en los escaparates de las tiendas de moda.

Sin duda es algo que debería ponerse sobre la mesa la próxima vez que vayamos de compras con esa singular alegría que nos caracteriza como consumidores, así que, una primera aproximación al problema sería: hay que reciclar e impulsar las políticas medioambientales al mismo tiempo, pero muy especialmente, hay que reutilizar en la medida de lo posible y restar con ello una pizca de poder a esa mafia oculta que está detrás de esta aberrante obsolescencia programada de la que cada día somos inconscientes víctimas y que nosotros mismos sustentamos sin reparar siquiera en ello.

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