Me situaba en el espacio a varias millas de la Tierra, en una indescriptible nave con algunos de mi familia. Observaba cuidadosamente la figura y facciones de cada uno de ellos, más la de mi Padre. Su cuerpo, su cara, la forma de sus ojos. No parecían nada fuera de lo normal, de lo que había visto en el resto de ese mundo. Nuestro aspecto y manera de comunicarnos, era exactamente igual que los habitantes humanos del maravilloso planeta.
Sin embargo, el Patriarca de la familia insistía, fíjense en las diferencias, no en lo que nos parecemos, las apariencias ocultan la verdad. Nosotros no pertenecemos a este lugar, por alguna extraña razón estamos aquí, pienso que temporalmente, y algún día tendremos que emigrar y regresar a nuestro lugar de origen.
Desde el espacio era evidente el ambiente de desastre y caos en la infausta Tierra. Las confrontaciones interminables por motivos religiosos, étnicos, políticos, económicos o territoriales. La dramática desigualdad entre las naciones y sus pueblos. La inhumana concentración de la riqueza y el criminal aumento de la pobreza y miseria, con sus secuelas de dolor y muerte, representaban un panorama desolador y el peor ejemplo para los seres de otros planetas.
De reojo seguía al piloto de la nave. Pensativo, buscaba y juntaba argumentos para explicar, justificar las acciones de los terrícolas y su carrera hacia la autodestrucción inevitable. No los había, el creador del universo les había concedido permiso de ocupar ese fantástico mundo, y ellos lo estaban aniquilando, igual que a todas las especies que compartían ese incomparable hábitat, incluyendo a los de su propia progenie. ¡Que terquedad! ¡Por el amor de Dios!
Lo que más tenía claro, era que nuestra inteligencia y espiritualidad, rebasaba el común de los terrícolas, la historia de la vida escolar de los miembros de la familia lo demostraban. El caso era un misterio, que se comentaba entre los profesores que confirmaban esa versión, y en la misma comunidad, donde por el azar del destino nos tocó vivir un tiempo. Un pequeño y apacible poblado en un continente de grandes contrastes, pues había dos civilizaciones desarrolladas, mientras las demás se debatían en la pobreza y el atraso endémicos, esa condición, en su mayoría provocada por tiranías corruptas e incompetentes.
Recuerdo que, no pocas veces, me mire en esos objetos que nos reflejan tal como somos. Según yo, no me distinguía de los demás terrícolas, con excepción de la mayor capacidad de observación y la consciente madurez que ya poseía a los escasos diez años. A esa edad me resultaba decepcionante la nocividad de una minoría de la raza humana, que pretendía apoderarse de las riquezas del planeta y someter a los demás habitantes, con fines de lucro y explotación. ¿De dónde provenía la ambición desmesurada y perversidad de esos seres malvados?
¿Había una cualidad genética que los identificaba? ¿Hacer el mal a otros era un rasgo aprendido en la familia o en la sociedad?, ¿el perfil del maléfico o maligno estaba asociado con alguna sociopatía o psicopatía innatas?. Esas eran preguntas sin una respuesta definitiva y menos una solución a esas conductas antisociales, que laceran el tejido comunitario y no permitían que existiera paz y armonía entre los humanos. Solo ellos son capaces de crear infiernos en donde pueden crecer paraísos celestiales.
Las migraciones forzadas y las guerras imperialistas o de conquista, podían deberse a esa característica humana, que afortunadamente no la tienen todos. Porque los desalmados podían surgían hasta en las propias iglesias y en cualquier religión. Se sabía de sectas o grupúsculos de xenófobos que siempre estaban al acecho o en franca agresión a otras comunidades, que luchaban por sobrevivir, en medio de ambientes hostiles provocados.
Había un territorio, que le llamaban el “Continente Negro” habitado por las comunidades más pobres y marginadas del orbe, siempre víctimas del más vil colonialismo humano, y del cual salieron las primeras procesiones de esclavos para el servicio de naciones poderosas. Ese, era otro claro paradigma de la capacidad depredadora de las sociedades, dirigidas por líderes malvados o acotados por huestes de perversos, que conspiraban dentro de los castillos de la realeza o los palacios de gobierno.
Sin embargo, ni el sacrificio de vidas ocasionado por las conflagraciones mundiales, ni la devastación generada por pandemias y fenómenos naturales, han hecho reaccionar a la raza humana. Algunos terrícolas continúan en la infame misión de anteponer sus ambiciones y vocación destructora y de explotación, en aras de hacer negocios y dinero, en lugar de construir comunidades amistosas y solidarias. Por esos deprimentes escenarios, impensables en otros planetas, que vemos desde un lugar del espacio, es que digo “no somos terrícolas”.