Leí que la vida es la analogía de un viaje en tren; que los vagones son las diferentes etapas del ser humano, y que la gente que sube y baja de ellos son nuestra familia, nuestros amigos, y todos aquellos conocidos que nos acompañan durante un breve o largo recorrido.
Hace algunos “vagones”, no faltó quien me preguntara cuál había sido mi mejor etapa de estudiante. Mi respuesta siempre ha sido inmediata: ¡la secundaria!, porque en forma de Retruécano siempre expreso que en ella yo hacía todo lo que me gustaba, y me gustaba todo lo que yo hacía.
Para el inexorable paso del tiempo, Cervantes dijo las palabras idóneas:
“Las cosas de la vida se suceden y dan vueltas;
las estaciones del año tornan de nuevo,
y el tiempo marcha como una rueda”.
Inevitablemente sigo creciendo, y afortunadamente, viviendo, ajustándome a las épocas que me han tocado, y por añadidura a todo lo nuevo que tecnológicamente existe. A mi vivir se han sumado muchas experiencias positivas que me han hecho fuerte y segura; y muchas negativas que me han convertido en resiliente.
También he crecido en conocimiento, he aprendido a amar y a amarme, y tengo más claro el concepto de lo que quiero y de lo que no quiero para mí.
Asumo mi realidad de ser parte de un mundo gregario a pesar de la injusta pluralidad de estilos de vida; condición innegable esperada por el punto más común entre los millones de seres humanos, que es: ser diferentes.
Y en esta etapa tan lejos de mi secundaria, después de haber viajado varias décadas en mi tren, poseo la libertad de elegir mi bienestar. Libertad que me permite, por ejemplo, incluir en mi entorno únicamente a quien suelo llamar amigo. Y por ello, solo por ello, una importante parte de mí, es feliz.