Desde la primera vez que conocí la Ciudad de Mérida me enamoré de ella; tenía apenas 15 años y estaba saliendo de la secundaría e iniciando la vocacional, en una lucha con mi madre (QEPD) que quería que me preparara para ser ingeniero petrolero y seguir los pasos de mi padre (QEPD) para quedarme con su plaza de PEMEX.
Yo quería estudiar Arqueología, así que estar tan cerca de los lugares de los que me había enamorado desde que estudié la primaría y reforzado en la secundaria con mis clases de historia se volvían una realidad.
Es fascinante tener la dicha de estudiar historia de México e historia universal con el autor del libro autorizado por la SEP, cada clase era una emoción.
Hicimos un pacto mi madre y un servidor y me permitió estudiar la vocacional en un colegio del Instituto Politécnico Nacional, mi alma mater. Curiosamente estaban iniciando, por ahí de 1974, las carreras de computación. La intención era salir como técnico en computación y a partir de ahí decidir si me seguía a una ingeniería o me pasaba a sociales en la UNAM para estudiar Arqueología.
Me enamoré de la tecnología, nos tocó ser pioneros en la implementación de su uso en nuestro país, éramos los niños bonitos del cómputo, nos llovían oportunidades de trabajo en cualquier área, siempre bien vestidos, un tanto snobs, trajes de chaleco, barba de candado, fumando pipa, desarrollando aplicaciones y trabajando con los grandes monstruos de procesamiento de datos: IBM, Honeywell, UNIVAC, entre otras.
Sin embargo, siempre tuve la inquietud de ser independiente, hay en mí ese sentimiento de sentirme libre y de tomar mis propias decisiones y así lo fui construyendo, sin importar tanto realmente lo que ganaba sino más bien sintiéndome en la libertad de hacer lo que quería.
Me gradué de Licenciado en Informática en UPIICSA, plantel de educación superior del IPN en la Ciudad de México. Juraba y perjuraba que nunca saldría de aquella ciudad que me ofrecía tantas oportunidades de desarrollo. Nuestra tesis de titulación fue sobre auditoría en informática, tema no conocido en el ámbito de cómputo en 1981.
Llovieron oportunidades de trabajo en despachos, los 5 grande internacionales incluidos, a nivel internacional. Sólo había una Universidad que impartía un Postgrado en Auditoría en Informática, la British Columbia University en Vancouver, Canadá y hacia allá enfocamos las baterías.
Sin embargo, tuve la dicha de conocer a una gran mujer, de origen yucateco, que me dio uno de mis más grandes tesoros, un hijo, que cambió mi vida y logró que me asentará un poco, pues la inquietud de libertad seguía ahí.
La contaminación en la Ciudad de México por ahí de 1985 cada vez estaba peor, afectando a mucha gente, principalmente en las vías respiratorias, y nuestro hijo no fue la excepción, siempre estaba enfermo y con grandes riesgos incluso de perder la vida a sus escasos 2 y medio años de edad. Su madre y un servidor decidimos analizar opciones, mudarnos inicialmente a Jalisco, de donde es mi familia, encontrando que estaba peor por los inicios de la lucha del narcotráfico, o a Yucatán, específicamente a Mérida, de la que yo mantenía bellos recuerdos.
Pasamos las vacaciones de semana santa con su familia, inolvidable, había terminado la temporada de béisbol y los Leones habían salido campeones de la liga -la locura por el equipo- conocimos el Kukulcan, varias haciendas, el puerto de Sisal, el centro histórico, muy parecido por cierto al centro histórico de la Ciudad de México, donde viví durante 17 años. Ahí fue donde inició mi amor por la calidez de su gente, su buen trato y la calidez de su gastronomía.
Sabiendo del problema la familia me invitó a presentar un examen para obtener trabajo en una prestigiosa empresa embotelladora, por cierto, la única que había en ese momento. Medio día de mis preciadas vacaciones las pase presentando exámenes psicométricos. Desde el principio me trataron de maravilla. Regresamos a la Ciudad de México con la esperanza de que algún día me llamaran y afortunadamente sucedió.
Por ese entonces trabajaba en Pemex, en la gerencia de desarrollo regional, que era la bandera del entonces Presidente de México, Miguel de la Madrid. Había conseguido mi planta por méritos propios, daba asesorías en INFRA, clases de programación en el IPN y estudiaba una maestría en Administración Pública, no entiendo cómo me daba el tiempo, nos iba bien pero nunca estaba con mi familia, apenas los veía los fines de semana.
A los 5 días de haber regresado a la Ciudad de México me hablaron de la embotelladora ofreciendo el mismo nivel de sueldo que tenía, menaje de casa, traer a mi familia de una vez, tres meses en las Suites Imperial, donde por cierto se hospedaban los peloteros de los Leones, y mejorar mis prestaciones. Un hijo te cambia la vida y no lo pensamos más de 5 minutos, decidimos dejar todo y embarcarnos a esta tierra de ensueño, dejando atrás a nuestras familias directas y a 4 abuelos en estado de shock al ver que su más grande ilusión, el primer nieto, se iba a Mérida.
En lo personal, mi más grande preocupación era estancarme profesionalmente; nada más errado.
Amo esta ciudad, no sólo por su belleza como tal, fascinado toda la vida por la arqueología y la arquitectura colonial, amo su cultura, la calidez de su gente, su gastronomía, ir de pesca, tengo grandes amigos, compadres, las oportunidades de desarrollo nunca faltaron, considero que he logrado más aquí que si me hubiera quedado en Ciudad de México, tenía el tiempo de atender el cargo de gran responsabilidad que me confiaron los dueños y ejecutivos de la embotelladora, increíbles prestaciones, buen trato, dar clases en la Universidad Anáhuac Mayab, dar clases en la UADY, FCA, convivir con mi familia, mi hijo nunca volvió a enfermarse, excelentes escuelas, pude hacer mi maestría, escribir un libro, estudiar arqueología en el sitio donde está una de las 7 maravillas del mundo moderno, qué fortuna.
Después de 4 años de estar en esa excelente y profesional empresa que tanto me dio, nuevamente salió el gusanito de ser independiente.
Esta Ciudad me dio la oportunidad de desarrollarme, apoyado siempre por mi familia, los empresarios que confiaron en mi para montar un negocio, que posteriormente se convirtieron en varios negocios. Me tocó presenciar el crecimiento de la Ciudad, ordenado, armónico, en paz, con mucho civismo, con aciertos y a veces fracasos en ese manejo político que tantas veces nos golpea en general en nuestro país.
Dentro de ese mismo crecimiento tuve la oportunidad de conocer empresarios, locales y extranjeros, figuras políticas que cambiaron a la ciudad y al estado, oportunidad de ofrecer mis productos y servicios en otros países, conferencias internacionales, donde me di cuenta de cómo aman a los mexicanos y sobre todo a la hermosa gente de esta maravillosa tierra. Mis dudas y miedos de estancarme profesionalmente quedaron olvidados muy pronto. Conocí gente que lo único que me ha ofrecido es amistad, oportunidades y los abrazos abiertos, demostrado en la canción «Acuarela a Mérida» de Miguel Ángel Gallardo: «Mérida, quien te conozca no te olvidará jamás».
También hubo oportunidades de trabajar en otros países o Ciudad de la República, tal vez con mejores salarios y prestaciones, pero ninguna con la calidad de vida que tiene esta ciudad.
Se puede hablar de la gastronomía, de la trova y sus compositores, de su cultura, de la calidez de su gente, de las oportunidades, de la armonía en que se vive, de la apertura para recibir a los visitantes, de su historia -fascinante, por cierto, desde su creación y su origen dentro de la cultura maya, que cuando llegaron los españoles ya no había tanta presencia sino más bien un legado, tal vez algún día conozcamos la historia real, de la influencia española, que buena o mala, nos permitió ser lo que somos ahora- de su pujanza e identidad, de la paz y seguridad con que se vive, de su crecimiento armónico, de la honestidad de su gente y de cómo defiende lo suyo y no permite que se les trate mal, no con agresión sino con civilidad.
Pero mi mayor agradecimiento va hacia la oportunidad que me dio de vivir, de disfrutar, de ser feliz y vivir en armonía con mi familia, de ver crecer y desarrollarse a mis hijos como hombres de bien que ahora aportan también, al igual que yo, nuestro granito de arena para que esta hermosa Ciudad siga creciendo como una de las mejores Ciudades, no solo de México, sino a nivel mundial, porque creo que de eso se trata la vida, de vivir en paz, en armonía trabajar, aportar y ser feliz.
Por eso, muchas gracias, Mérida, muchas gracias, Yucatán, mi tierra adoptiva.