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Han escuchado decir a un amigo ¡Quisiera ser niño otra vez! o ¡La mejor etapa de mi vida fue la infancia!, pienso que muchas veces, porque yo también lo he oído y dicho. No cabe la menor duda, es una de las épocas más felices. Se vive en otro mundo, alejado de las broncas de cualquier especie y calibre. En ese universo, los grandes quehaceres son jugar, explorar, experimentar y aprender. Para algunos se adiciona colaborar en labores del hogar. Aún así, nada ensombrece la felicidad con que se anda en esos primeros años de la vida. Para muchos los mejores, porque no entrañan grandes responsabilidades y compromisos.

Con esta introducción quiero transportarlos a los años sesentas del siglo anterior, hasta al populoso pero tranquilo barrio de “Cantarranas”. En ese lugar viví con mi familia hasta los diecisiete años, se ubica muy cerca del centro de la ciudad de Pánuco, municipio de la Huasteca Veracruzana, conocido también como la tierra del zacahuitl. En el verano, en los meses de agosto y septiembre, con sus tradicionales temporadas de intensas lluvias, estaban garantizadas la aventura y diversión, que seguro no las tenía ni Disneyland.

Primero les cuento, los cuates y la versión ampliada de la banda, cuando se sumaban amigos ocasionales, teníamos bien estructurado un Programa Anual de Actividades Lúdicas por Temporada. Estaban marcados los tiempos de canicas; elevar papalotes; juegos de trompos y baleros. La actividad permanente era jugar futbol, el deporte más popular de los mexicanos.

Para la temporada de lluvias y eventualmente inundaciones, había otras acciones apropiadas al temporal. Los días de aguacero salíamos en shorts o calzones a correr bajo la lluvia y el circuito era la más grande manzana de la colonia. Algunos llevaban sus llantas o ruedas de bicicleta para rodar en el camino. Resultaba una terapia con hidromasaje. Terminábamos tan cansados y felices que temprano, después del pan con café, nos íbamos a dormir a pierna suelta.

La diversión continuaba al día siguiente

La diversión continuaba al día siguiente. Por la constante lluvia, a una cuadra de la casa, en la confluencia de dos calles, en la parte baja, se hacía casi una laguna. Era el momento de ir bañarse o nadar, los que sabían hacerlo. En realidad, ahora que lo platicamos algunos y no podemos evitar reír a carcajadas, nos echábamos un chapuzón en una mega alberca de agua estancada. Yo creo por eso nos enfermábamos poco. Asumo que nos blindábamos con anticuerpos.

Pero, por si fuera poco, había una actividad colateral, se abría la temporada de pesca. No había necesidad de ir al enturbiado río Pánuco. Por las orillas de las calles aledañas, se formaban zanjas que arrastraban corrientes de agua, las cuales llevaban abundante fauna acuática, peces, tortugas y gusarapos o renacuajos. En casa, cada uno, armaba sus redes y con un bote en mano y descalzos, nos íbamos a pescar. Al regreso de la faena, con la red, el bote y las presas que lográbamos atrapar, improvisábamos unas peceras, con la idea de criarlos. No obstante, solo sobrevivían unos días.

Esta aventura extraordinaria, que hemos contado en otras ocasiones, resulta ser un fenómeno increíble para muchos. Recuerdo que el Tío Julián, hermano de mi madre, un profesor bonachón y bromista, cuando le narramos la historia, enseguida nos preguntó ¡Bueno cabrones!, y ¿Cómo llegaban los peces a los charcos donde pescaban?, con rapidez le respondimos con mi hermano Pancho, pues aparecían con la lluvia. ¡Tan bien pendejos!, arremetía con ironía, porque entonces, era más fácil salir con un canasto en la cabeza y capturarlos.

Debo confesar, que nunca llegamos a una teoría convincente para todos, sobre el origen de esos peces, pequeñas tortugas, renacuajos y otras especies que caían en nuestras redes, aunque mi hermano Chelis, ha sostenido en muchos acalorados debates, que los charales y demás, los traía la lluvia y tal hecho tiene una explicación científica. La verdad, es que para muchos de nosotros sigue siendo un misterio.

Los aguaceros en el pueblo multiplicaban las actividades de recreación

Como lo decía antes, los aguaceros en el pueblo multiplicaban las actividades de recreación. Una más que recuerdo, es que junto con los vecinos cercanos, después que escampaba el cielo, salíamos a la calle, conocida en aquella época como Independencia y luego Héroes de Chapultepec, para hacerle al explorador y arqueólogo. En esa calle, sin banquetas ni pavimento en aquellos años, por el efecto de las torrenciales lluvias, quedaban al descubierto sobre la tierra, innumerables piezas de barro o figurillas antiguas de barro.

Se organizaban brigadas de exploración o algo parecido. Con una bolsa o un morralito y un cuchillo o punta de fierro, que sirviera para escarbar, empezábamos el recorrido por los lugares, en donde la lluvia había dejado apenas en la superficie, algunas partes de piezas o figurillas de barro rojo, de variadas formas y dimensiones. Se trataba de pequeñas cabezas con rasgos humanos o de animales, partes del cuerpo como dorsos, piernas o brazos, trozos de vasijas y de juguetes como sonajas. Hacíamos esta faena sin la intervención de algún adulto, sin entrar en conflicto, por desconocer el origen preciso de los objetos que sacábamos de la tierra, a veces aguantando la lluvia. Nuestra imaginación solo alcanzaba para suponer que habían sido obra de alguna cultura antigua, que se estableció en ese lugar. Nadie de la comunidad, ni las autoridades locales estuvieron interesados en ese asunto de las excavaciones en ese asentamiento prehispánico.

Tampoco éramos unos ignorantes, la mayoría ya había cursado los primeros años de la primaria y teníamos nociones de la geografía y la historia, especialmente del Estado de Veracruz. En mi caso, el profesor Gregorio, al inicio del tercer grado, nos había entregado un libro en el que se describían las regiones de la Entidad, la Huasteca aparecía entre esas. Esos vestigios encontrados en el área donde radicábamos, eran testimonios de la civilización de los Huastecos. Pero en ese período del siglo pasado, no tenían ninguna importancia para los estudiosos, menos para un proyecto de investigación y exploración. Eran evidentes, la falta de interés y de recursos para atender esos asuntos de la historia de nuestros ancestros. Lo visible era, que habían sido grandes artistas, con sensibilidad y creatividad prodigiosas.

Otro arte, el de la música, tiene profundas raíces en la llamada también tierra del huapango, esa composición festiva, que se sigue escuchando y bailando con singular alegría. En el entonces apacible pueblo, el verano trae abundante cosecha de frutas de la temporada. En el extenso territorio del municipio de Pánuco siempre ha predominado la práctica de la agricultura y ganadería, como actividades esenciales. La llegada de un ingenio Azucarero, que de acuerdo con los pobladores, fue reubicado del centro al norte del Estado, provocó el cambio de cultivo en grandes superficies. Aun así, era una tierra tan fértil que podía producir hasta el durazno, el cual se desarrolla mejor en ambientes templados y fríos.

El cálido y húmedo verano en el Norte de Veracruz, nos proporcionaba frutas, como ahora se exhiben en los supermercados, al alcance de la mano, solo era cuestión de atrevernos a trepar al árbol y escoger los mejores mangos y ciruelas. Había mango manila, criollo y otras variedades, igual que la ciruela, roja, amarilla y campechana, que nos entregaban una generosa pulpa al momento o nos servían para preparar una deliciosa agua y quitarnos el calor o acompañar la comida del mediodía. También disfrutábamos comiendo jobos, con los cuales también hacíamos una sabrosa agua o las Mamás más tarde, un riquísimo atole.

Las incursiones en la huerta de Don Pedro

En este relato no podían faltar, las incursiones en la huerta de Don Pedro, era una vasta propiedad que estaba frente a nuestra casa, abarcaba casi la mitad de la manzana contigua y aparte tenía unos potreros muy cerca de la zona urbana, a los que dedicaba horas de trabajo, chapeando y limpiando todos los días. No sabíamos si esos terrenos los prestaba o rentaba para tener ganado. Algunas ocasiones que anduvimos de cacería por esos lugares, se veían unas vaquillas y caballos. Don Pedro, un señor de carácter serio, pero amable. Con una estatura de más de un metro con ochenta y cinco centímetros y unos sesenta y cinco años. Lo veíamos como un respetable señor gigante, que siempre portaba un machete.

Pero igual que su tamaño, era su generosidad. En su enorme solar o terreno, así lo vimos siempre, había árboles de tamarindo, los que abundaban, también de mango, de ciruela, de jobo, de naranja, de toronja, de limón, de granada y un platanar. Así que en esa época de cosecha, Don Pedro nos abría la reja de su huerta para ayudarle en el corte. Horas y horas arriba de los árboles cortando la fruta o sacudiendo las ramas para que cayera a la tierra y después juntarla y acomodarla en costales o cajas. Eran grandes días, por la aventura y porque comíamos, hasta llenar el estómago, la fruta que más nos gustaba. Al término de la jornada, salíamos con el morral lleno para llevar a casa. Recuerdo muchos años como ese, con mi amada familia, con mis amigos, con los buenos vecinos que siempre saludaban, conversaban, ayudaban y compartían lo mejor de cada uno y lo que modestamente tenían. Esos fueron veranos inolvidables.

FIN

La Leyenda de “La Llorona Zapoteca”
Laura en el Aire y Santy Clap presentan 'Piñacolá', un homenaje al mestizaje

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